abril 22, 2023
El polvo de su vejez
Confiesa que hasta hace unos años no soportaba la idea de morirse y que eso también es algo que tuvo que laburar, para lograr una relación más amable consigo mismo.
Desde el fondo de su frente parece llegar una gaviota roja para rescatar a la que se perdió. La mirada de Miguel rueda hasta el piso y sus ojos parecen apagados. Como si de repente faltara algo. Como si una tristeza nunca se hubiera ido del todo.

Miguel baja la vista y sus cejas arqueadas son una gaviota que se extravió de su bandada. Algunas arrugas le surcan las mejillas desde los párpados, como grietas sutiles que se abrieron en la tierra por el trabajo largo del sol. Pero el viaje es breve, porque pronto se desdibujan detrás de su barba tupida que es como una ola comiéndose la playa. Bosque blanco que no rifa lo que sucede debajo de sus árboles nevados. El rostro de Miguel es un rostro natural: áspero y leve, suave y macizo.

La pintura cubre parte de su cara sin mayores pretensiones. Desde el fondo de su frente parece llegar una gaviota roja para rescatar a la que se perdió. El resto de la bandada debe haber buscado refugio en algún pliegue de la capucha, huyendo de esa melena con forma de buen tsunami. La mirada de Miguel rueda hasta el piso y sus ojos parecen apagados. Como si de repente faltara algo. Como si una tristeza nunca se hubiera ido del todo.

Confiesa que hasta hace unos años no soportaba la idea de morirse y que eso también es algo que tuvo que laburar, para lograr una relación más amable consigo mismo. Cree que las fobias nunca se retiran del todo, sino que quedan alojadas en algún rincón de tus nervios. Y él fue encontrando la manera de poner el pecho a la suya, no solo con ejercicios terapéuticos sino en vivencias innegables de las que no rehuyó.

Dice que con su abuela se había llevado siempre medio para el orto, y que, cuando supo que se enfermó, la primera reacción que tuvo fue de no querer verla. Después, debe haber sentido un pinchazo en su profundidad, porque de golpe estaba ahí, solo, recorriendo una sala tenue de hospital llena de camas con viejos. A la segunda pasada todavía no había logrado reconocerla y eso de alguna manera lo conmovió. Llevaba mucho tiempo sin verla. Tragó saliva y reanudó su búsqueda. Ahí estaba.

Fueron dos semanas de ir a verla antes de entrar al trabajo, para darle el desayuno, y a la tarde cuando salía, para acompañarla durante la merienda. Se reconquistó con su abuela, la cuidó y lloró con ella. La noche que murió su nieto estuvo ahí, protegiéndola, en la intimidad salvaje de esa cripta llena de gente.

Con el correr de la vida, Miguel tomó la decisión política de transformarse en un tipo más feliz, despojándose de ese yunque que no le permitía sentirse libre. “Y me pasó siendo ya grande”, dice, pero no como un lamento sino más bien como un agradecimiento, porque finalmente le pasó: “Algo en mí hizo crack, y cuando perdés el miedo al ridículo tu vida cambia por completo. Hoy te bailo en la calle. Si se para en el semáforo un auto que está pasando música fuerte, me pongo a bailar. Y la gente me mira. Y me encanta”. 

Cuenta Miguel que descubrió la bioenergética y que ahí empezó a trabajar sus emociones, sus miedos, y que así, de a poco, pudo ir destrabando todo eso que sostenía para afuera. Registró las pistas del lenguaje corporal y se preocupó por corregir su postura. Revisó su manera de caminar, incluso de respirar. Dice que el cuerpo es delator de la personalidad y que la forma de desenvolverse de cada uno habla de los conflictos que puede tener escondidos. “Se trata de destrabar. Si tenés 20 o si tenés 65, como yo, eso no tiene nada que ver, porque nadie es de acá y para siempre. Uno cambia hasta el último aliento”. 

Irse con un amor al lado debe ser una buena manera de empezar lo otro. Miguel lo sintió así, esa vez que se ocupó de acompañar a su abuela hasta la estación, y acaso no haya sido ahí que tuvo ese crack de vitalidad y empezó a torcer su caminata: “Antes sufría las fiestas. Me iba al rincón y me quedaba ahí hasta que terminaba. Ahora entro y lo primero que hago es saludar a todo el mundo. Es un giro que pude hacer. No me gustaba un carajo esas cosas, pero hoy asumo la actitud de ir a ver qué pasa”. El viejo Miguel era un habitante del lado oscuro de los salones y ahí se sentía a resguardo mientras amanecía la diversión ajena. Pero Miguel se sacudió el polvo de su propia vejez y con el tiempo rejuvenece. Es como Benjamin Button, y de su muerte ya casi ni se acuerda.

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