julio 23, 2021
Eran otras épocas
En estas épocas, las escuelas veían en sus estudiantes a seres desprovistos de luz, que de algún modo había que alumbrar.
Con ellas visité viejas culturas y regresé siglos después, a bordo de barcos de vapor, convertidos en frutas y semillas de distintas formas y tamaños, en bolsillos descosidos o atados de ropa, envueltos en lenges y pañoletas de los inmigrantes europeos y también en el baúl azul del abuelo Miguel Arcángel, rodeados de sus herramientas de artesano zapatero.

Mi Viejo aprendió de chiquito algunas cosas que le fue enseñando el abuelo Adolfo durante los esporádicos períodos de paz familiar. Conocimientos que le ayudarían a capear el paisaje de su infancia. A los cinco años, el tipo ya sabía leer y escribir, y se daba maña para resolver las operaciones básicas de la matemática. Pero, lo curioso es que las enseñanzas no se agotaban en letras ni números: también aprendió a tragarse las lágrimas, porque los varones no lloran, y se hizo diestro en esquivar los golpes que le daba la vida, o sea su padre. Corría la década del treinta, la Bolsa de Wall Street había hecho crack como huesito de pollo, y este mundo civilizado -según su lógica mercantil- tenía poco pan y muchas barrigas que llenar. El Viejo tuvo una tarea temprana, que era cuidar la quinta y el gallinero, y se tomó a pecho esto de producir comida para su familia. Debió haberle caído la ficha de que el hambre no es algo que tengamos que andar probando.

En estas épocas, las escuelas veían en sus estudiantes a seres desprovistos de luz, que de alguna manera había que alumbrar. El método Montessori apenas empezaba a implementarse allá en la Italia fascista, pero acá, en los pagos de Devoto, me contaba el Viejo que la pedagogía aplicada era la vara de mimbre o el filo de una regla de madera. Para los más grandes, derecho viejo con el puntero. Él era alto para sus doce, y aparte estaba bien entrenado. El maestro de quinto aprendió a las trompadas que a los chicos no había que pegarles, porque crecen rápido y tienen memoria.

Hablaba poco el Viejo, con nosotros. Casi nunca lo veíamos sonreír y la paciencia se le acababa pronto, pero así y todo nunca nos dio un chirlo. Su gesto adusto, sin embargo, se distendía los sábados soleados, cuando agarrábamos y nos íbamos temprano para la quinta. Ahí se ponía su pilcha de jardinero y nos enseñaba a cuidar las plantas, con indicaciones precisas de cómo había que regarlas y quitar los yuyos. Nos decía que las cañas para tutorar se ponían de una manera, porque en ellas anidaba el abejorro que poliniza durante la primavera, y nos mostraba que la bosta del caballo de Don Manuel, el lechero, es buen alimento para el suelo.

Después de los trabajos, cuando se acercaba la hora del almuerzo, capaz que estaba relajado y de humor para charlar, y entonces aprovechábamos y le pedíamos algunas historias de viajes por el mundo. Fascinados y llenos de emoción, mis hermanas y yo lo escuchábamos contar. No eran hazañas heroicas ni cuentos de hadas, sino relatos de cómo esas plantas que cuidábamos en casa iban a parar a los rincones más remotos de la Tierra, y alimentaban, vestían y sanaban a pueblos que eran como el nuestro, y a la vez algo distintos.

Y nosotros viajábamos con él. Nos íbamos los cuatro a México, con el tomate amarillo y el maíz rojo y dorado; después capaz paseábamos por Bolivia y Perú, con el pimiento rojo y la papa a cuestas. Con mis hermanas nos fuimos a recorrer el mundo un montón de veces, en los barcos de vela que nos fabricábamos, apareciéndonos de golpe en innumerables lugares. Recuerdo visitar con ellas viejas culturas y regresar siglos después, a bordo de barcos de vapor, convertidos en frutas y semillas de distintas formas y tamaños, en bolsillos descosidos o atados de ropa, envueltos en lenges y pañoletas de los inmigrantes europeos y también en el baúl azul del abuelo Miguel Arcángel, rodeados de sus herramientas de artesano zapatero.

Años después aprendí que estos viajes de las plantas también habían sido parte de historias de piratas, explotadores y esclavistas, y que fueron la base de grandes fortunas que se amarrocaron y grandes matanzas que cometieron. Basta pensar en los algodonales sureños de Estados Unidos, en los yerbatales misioneros, los quebrachales de la Forestal, en Chaco y Santa Fe. Y lo mismo con las tabacaleras, que todavía hoy siguen contaminando personas y paisajes. El tabaco, hermosa planta que se cultivaba en el jardín de mi casa y servía para preparar un purín muy tóxico y efectivo contra las plagas del tomate -y que los viejos de la familia fumaban en pipa-, era sagrado para los pueblos originarios americanos, que lo utilizaban como medicina para calmar enfermedades, pero también para comunicarse con sus espíritus de la naturaleza.

Parece ser que uno de los Mambrú, duque de Marlborough, un buen día se percató de que los estibadores del puerto le ponían más garra a su trabajo cuando fumaban tabaco, y que se gastaban fortuna para conseguirlo. Fue así que armó unos cuantos barcos y los mandó a costas americanas, cargados de plantas de tabaco. Comenzó un negocio millonario, multinacional, de cigarrillos que todos nosotros hemos fumado en nuestra juventud. Nos podremos olvidar de un montón de cosas, pero reconocemos enseguida el camello y el cowboy de Marlboro

Eran otras épocas, ¿vió? En mi escuela primaria de Ramos Mejía, los docentes conservaban el prestigio que les había legado don Domingo Faustino, pero la pedagogía había progresado y ya no se les permitía golpear a sus alumnos. En el bolsillo del guardapolvo, me acuerdo que llevaba siempre las galletitas Colegial que me guardaba mi mamá, riquísimas. Pienso en las agarradas que teníamos con Panchito Favale, y es como si fuera ayer, y si me descuido vuelvo a enamorarme perdidamente de la maestra suplente de quinto. Por suerte, mis memorias de la escuela no son de miedo, sino que son de amor y libertad.

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