El tsunami informativo alimenta la locura que padecemos día tras día: de cada diez noticias difundidas en los principales medios de comunicación, cinco son fake -de una-, tres provienen de fuentes dudosas y una ni siquiera es noticia, sino opinión del cronista involucrado. Pero no todo está perdido. Como verán, depositamos un 10% de esperanzas en nuestro raquítico periodismo local.
Hay dos cuestiones que son más obvias que un elefante en el bazar, ambas vinculadas a la alimentación en Argentina: lo caro y lo mal que comemos. En relación a la primera, basta decir que marzo cerró con una suba de 4,8% del Índice de Precios al Consumidor (IPC), totalizando 13 puntos en el primer trimestre. Está claro, si pretendemos ajustarnos al 29/32% proyectado por el Gobierno Nacional en el Presupuesto 2021, que durante los próximos meses habrá que librar una auténtica guerra contra los formadores de precios. Incluso así, las probabilidades de vencer son reducidas. El otro asunto, es lo mal, ¡lo pésimo!, que comemos. En cualquier casa de este bendito país se ha dicho alguna vez, “que en mi época la leche esto”, “que antes el yogurt aquello”.
Lo cierto es que en el Parlamento está desarrollándose una batalla silenciosa. En un rincón, están los monopolios de la industria alimenticia de nuestro país -nucleados fundamentalmente en la COPAL de Daniel Funes de Rioja-, y en el otro los impulsores del proyecto de ley de Etiquetado Frontal, cuya promulgación obligaría a colocar en el frente de los productos un octógono negro que advierta sobre su composición. Imaginate estar paseando en familia un sábado por el supermercado de tu barrio -planazo- y encontrarte en las góndolas una caja con la leyenda “exceso de grasas” o “producto alto en sodio”. Bueno, nos dirán que, por más que sea chatarra, no hay otras marcas para comprar, y ahí les daremos la razón, y con más razón los invitaremos a celebrar cuando finalmente se reglamente la bendita Ley de Góndolas. Otro problemón si los hay.
Pero, no nos vayamos. Quedémonos en el Etiquetado Frontal: hay un lobby fenomenal, de empresas norteamericanas que buscan frenar el tratamiento de una ley que ya fue sancionada por unanimidad en la Cámara de Senadores, y que aguarda que abra el semáforo en Diputados. Ahí están Nestlé, PepsiCo, Coca-Cola, Unilever, Danone, Kelogg’s, Mondelez, General Mills y algunas firmas más. Son las que concentran entre el 90 y el 95% del mercado de los productos de almacén, grandes responsables de los altos niveles de azúcar, sodio, grasas saturadas y calorías que consumimos todos los días los argentinos y las argentinas.
Lorena Allemandi, especialista en políticas públicas y miembro de la Fundación Interamericana del Corazón (FIC), analizaba los datos de la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud de 2020 y explicaba que “Argentina es uno de los países con mayor prevalencia de sobrepeso y obesidad en la región con un 67,9% de habitantes que padecen exceso de peso”. Van 14 meses de pandemia y las empresas de alimentos la siguen levantando en pala, en tanto que las familias argentinas -y de todas partes- permanecen más tiempo en sus hogares, y en tanto que insisten con esa costumbre de regatear sus costos a una Secretaría de Comercio Interior que infructuosamente busca fiscalizarlos.
Ahora bien, hay una contracara de este fast-food, auténtico cine de terror nacional, y es que empiezan multiplicarse las discusiones, proyectos, actividades y emprendimientos que promueven el consumo de alimentos cooperativos y de la agricultura familiar. En este marco, podríamos mencionar incluso al movimiento por el veganismo, el auge de las tiendas dietéticas y la nutrición alternativa en los centros urbanos, o alguna vertiente de estos fenómenos cool que siempre están.
Pero acá se impone el recorte siempre arbitrario del escriba, que acaba de decidir que esta nota no versará sobre cuestiones de veganismo, sino que atenderá esta creciente preocupación y predisposición a la hora de discutir quién produce lo que comemos, qué es eso que se produce y de qué manera lo hacen. Hay mucha política detrás de todo esto, y es así como debe ser: de otra forma no se explica que los organizadores de los famosos frutazos y verdurazos durante el macrismo, en Once y en Plaza de Mayo, hoy estén conduciendo los destinos del Mercado Central de Buenos Aires.
Se trata de iniciativas que trabajan para conectar de forma directa a los productores del campo con los consumidores de esos alimentos. Todxs Comen es una de estas plataformas, pero también están las cooperativas de consumo, donde son los propios consumidores quienes se organizan para comprar más barato y mejor, potenciando la organización de la economía familiar. Consol es un ejemplo de este tipo de experiencias. Pero hay más, muchos más emprendimientos, más colectivos y organizaciones, que aportan su grano de arena y laburan cotidianamente en esto, porque recuperar el sabor de un tomate, el gusto del dulce y el valor de los condimentos, quizás hoy también sea parte de una batalla cultural.
Déjenme deslizar una enseñanza para cerrar -no me da para moraleja-: hemos visto crecer en pandemia algunos emprendimientos familiares, frente a la escasez de laburo, de gente que va todas las mañanas al Central y a otros mercados concentradores -tenemos varios para recomendar-, para comprar los bolsones de frutas y verduras y alcanzártelos hasta tu casa. Todo sea por ganarle un mango a la verdulería del barrio, que te arranca la cabeza, digámoslo con claridad. Entonces, pienso, que si fuéramos capaces de unir esas consignas -comer mejor, comer más sano y comer más barato-, y si de yapa discutiéramos la rentabilidad de la industria alimenticia en nuestro país, bueno, quién te dice que al final no le encontremos el agujero al mate.