Ya estamos en el último tramo de esta caminata de palabras y sonidos que nos propusimos hacer, y la huella a nuestras espaldas es cada vez más pronunciada. Igual que ocurre en la vida de los migrantes, habrán visto en estas páginas que las heridas se cicatrizan caminando. Es nuestra tenacidad de seguir adelante la que hace que florezcan sensaciones nuevas, donde solo parecía caber el dolor. La semana anterior, tímidamente, vislumbrábamos los primeros indicios del proceso de sanación de Beatriz.
Pero, antes que eso, o mejor dicho todo a la vez, también acabábamos de comprender la parte de las tristezas y el dolor. Ella nos contaba del disfraz que se ponía cada vez que tenía que salir a la calle, y nos decía que, si alguien le preguntaba de dónde era, prefería responder salteña o jujeña, “porque es mejor que te digan cabecita negra y no bolita”.
Hoy, seguimos escuchándola a Beatriz: nos intentará transmitir la frustración que sentía cada vez que alguien le decía “no te entiendo”, como si ella hablara cualquier otra lengua menos la castellana. Son violencias que se pretenden sutiles, pero que probablemente sean de las más dolorosas. “Imaginate: somos personas que atravesamos todo un proceso de armar y forjar y también de pensarnos como migrantes. En ese momento nos consideramos extranjeros, porque todo el tiempo nos remarcan que venimos de otro lugar”.
También le ha pasado que alguien se la quede mirando, como no dando crédito a su forma de hablar, o a ella misma.
Una mirada y una palabra pueden tener la misma potencia, a la hora de expresar amor y también a la hora de expresar odio. Si alguien se propone hacerle sentir el rigor a una mujer migrante, por mucho que no sepa nada de su vida, puede que lo consiga sin siquiera abrir la boca. Esa persona que acciona para producir daño, lo hace porque entiende sobradamente que tiene todas las de ganar. No es que lo sepa porque lo ha intelectualizado. Su cuerpo lo sabe, su animalidad, su pisada en el territorio. Es la certeza del cobarde que alza la voz porque está convencido de obtener el beneplácito del contexto cómplice.
Si efectivamente se tendieran en el cotidiano situaciones de abuso como las que describe Beatriz que le han ocurrido, y si efectivamente no se oyeran otras campanadas intentando detener esos momentos de injusticia, entonces habría que ir pensando en términos de una sociedad que tiene una raíz discriminadora. Si el sentido común acredita que una persona sea insultada o violentada en la vía pública por el solo hecho de ser migrante, existe un nombre para eso: se llama “racismo”.
Ella nos explica que no podía evitar sentirse extranjera, cada vez que le ocurrían cosas como esas. No migrante. Extranjera.
Seguramente Beatriz sigue tolerando situaciones de crueldad, porque el racismo estructural de una sociedad como la nuestra no se disipa en una década ni en dos. Lo que cambió, en todo caso, fue que ella ya no es la misma. Recordemos sus palabras del otro día: “Hoy me digo que soy migrante, porque entiendo que soy una persona con derechos, que puede estar acá sin sentir temor, y sin tener que disfrazarse. Y sé también qué responder, si alguien viene a decirme ‘ustedes están ocupando un lugar dentro de la universidad”.
Quizás ya ni haga falta que pongamos en palabras la diferencia entre sentirse migrante y sentirse una persona extranjera. Casi que lo podemos sacar por ósmosis, si cerramos un poco los ojos y dejamos que nos habite la voz de Beatriz. Digamos que tiene que ver con cómo se planta uno en el territorio y cómo cada cosa que ocurre en ese territorio común nos define y delimita.
Bueno, no podemos con nuestro genio. Decimos que no hacen falta palabras y terminamos haciendo todo lo contrario. En fin. Lo importante es que escuchen los episodios del podcast: ahí la encontrarán a ella, ahí está su voz. Esto que escribimos acá, es solo una manera de acompañarlos hasta allá.