Mi tía Nelly, cuando era apenas la Neniña, se pasaba el rato jugando solita en el patio de tierra, ahí en el ranchito de La Loma, pegado a Ramos Mejía, entre gallinas, conejos gordos y perros flacos. Era la menor de cinco hermanas: las mayores, Amelia y la Chola, estaban casadas, y la Ñata y la Pety trabajaban de sirvientas en casas de la Capital. Durante las horas de siesta, aprovechando que la abuela Mónica dormitaba en su silla de paja y el abuelo Guillermo no volvía todavía del corralón o de cirujear con el carro, Neniña se dedicaba, con paciencia y sabiduría, a hacer hablar a las hormigas.
En otoño y primavera, cuando las colonias criollas están más activas, yendo y viniendo a todo vapor, cortando y acarreando sin parar pedacitos de brotes, ramitas, hojas y pétalos, ella juntaba con sus deditos expertos muchas hormigas a la vez, las ponía en un trapo húmedo, lo cerraba retorciéndolo con el puño, lo agitaba velozmente y acercándolo al oído, escuchaba el zumbido, tratando de entender qué se decían unas a otras frente a semejante calamidad.
Durante las mismas siestas, allá en la casona vieja de un Ituzaingó que era puro campo, Mamá, que apenas era Sarita, se complotaba con sus primos Amalia y Jorjón, y sin que se entere el bocafloja de Osvaldo salían a robar gallinas a las quintas vecinas, para el estofado de la cena. A la tardecita, capaz juntaban luciérnagas en varios frascos para guardarlos en la pieza y contarse cuentos de miedo, antes de dormir, iluminados por ese resplandor fosforescente que brillaba o se apagaba al ritmo respiratorio de los pobres bichos encerrados.
Esa quinta, que ocupaba una hectárea cerca de la mansión de los Passano, el tío Alfredo la había podido comprar con un préstamo del Banco de Italia donde trabajaba. Ahí, en esa quinta, el abuelo Angelito tenía colmenas detrás del corral de la Porota, una yegua petisa mala como la peste, que mordía a todo el mundo menos a Mamá, que le llevaba pan duro y le hacía mimos en la cabeza.
El abuelo se metía en el apiario sin velo ni sombrero, y seguía revisando sus colmenas incluso si se le apagaba el ahumador. Buscaba las reinas, se fijaba que estuvieran saludables mientras desovaban incansablemente las celdas, custodiadas por un apretado círculo de nodrizas. Angelito examinaba las celdas reales, cosechaba propóleo y granos multicolores de polen y cuidaba que no hubiera visitantes indeseables, como polillas, cucarachas o ratones. Cuando quería maravillar a sus hijos y sobrinos, hacía alarde de sus lentísimos movimientos de experimentado bailarín de tango, se embadurnaba los antebrazos de miel y se dejaba cubrir de aleteantes insectos dorados. Una vez por mes, siempre los sábados, atendía a su larga clientela de reumatosas hermanas, cuñadas y vecinas, y sacrificaba abejas que perdían sus aguijones palpitantes de veneno en pálidas rodillas hinchadas. Corrían los años treinta, y se propagaba la sorprendente apicultura al son de la inmigración europea.
Aprendimos nosotros los criollos de rubias abejas italianas. Supimos que les podíamos quitar la miel, la jalea real y la cera, y también que son imprescindibles para la polinización de plantas silvestres y cultivadas, pero especialmente de cultivos comestibles y plantaciones comerciales de frutales. Hasta Einstein vaticinó que, si las abejas desaparecieran de la faz de la Tierra, misma suerte correría la humanidad, apenas cuatro años después. Pero nada dijo el bigotudo acerca de las hormigas, y así es que hasta el día de hoy bastante ignoramos de nuestras morochas criollas.
Tienen fama de enemigas de plantas domésticas y destructoras de rosales, jazmines y azaleas, que arrasan con los plantines de lechuga y de repollo y dejan limoneros y naranjos jóvenes sin brotes ni fragantes azahares. Pero, si nos asomáramos a ese maravilloso mundo del hormiguero, descubriríamos que los negros insectos andariegos se organizan en comunidad, igual que sus primas lejanas las abejas y las avispas, y que se comunican y guían a través de las feromonas que sus antenitas detectan. De esta forma, averiguan cuáles con las plantas que les piden ser podadas, reconocen los senderos más rápidos y seguros y mantienen la vida vegetal de los potreros sobre-pastoreados, recogiendo las semillas antes del invierno, almacenándolas bajo suelo durante un tiempo y esparciéndolas en primavera para que puedan germinar.
Las obreras veteranas les enseñan a las jóvenes, que aprenden a reconocer las plantas que necesitan para fabricar su comida, a abonar el suelo y mantener la fertilidad de la Pacha cultivando los hongos que usan también para alimentarse. Y esto no es todo: las hormigas pastorean, cuidan y ordeñan pulgones y cochinillas, obteniendo la mielada azucarada que excretan, y así custodian nuestros jardines de las poblaciones de bichos que podrían azotarlos.
Ignorando la danza de la vida en nuestro planeta y limitándonos a aplicar dosis de veneno, pretendiendo que las hormigas son una plaga que debemos exterminar, lo único que logramos es contaminar el agua, el aire y el suelo. Por cierto, actuando así podríamos aniquilar a las abejas -ergo a nosotros mismos-, pero jamás a las hormigas, que han demostrado durante siglos su indestructibilidad.
La última vez que pasé por la vereda de la casona de Ituza, espié a través de los ligustros del cerco y vi que ya no había rastros del corral y las colmenas: apenas un parque enorme, una gran piscina, y entre las lajas unos canteros con gazanias y fresias, que las hormigas ya habían empezado a podar.