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noviembre 16, 2023
Un futuro que valga la pena

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Salgo del cine y me sorprende la llovizna del domingo a la noche. No me la vi venir. Creo que nadie se la vio venir, en realidad.
No será nuestro país un paraíso terrenal, pero tiene una impronta de cuidarnos entre nosotros. Y esa impronta es un valor que nadie nos va a arrebatar.

La gente pisa la vereda y mira hacia arriba como preguntándose qué está pasando. Pero es una llovizna débil, amigable. No creo que ninguno de los salientes vea importunado su regreso. Capaz que hasta incluso ameniza el camino de quienes, igual que yo, deciden volver a pie. Serán unas 15 cuadras, desde el York hasta mi casa. La avenida Maipú parte la caminata en dos como un rayo fulminante. El primer tramo es el más asombroso para mí, por el silencio exasperante de esas cuadras y el empedrado antiguo que vuelve todo un poco más lento.

Cine York es una joya de mi barrio y ustedes sabrán disculpar el tono de esta crónica: abusaré aquí de la primera persona, a contramano de lo que indica cualquier manual del buen periodismo. Siento que algunas veces es necesario contar lo propio, no con espíritu reduccionista, sino al revés, tratando de que en esta balsa quepan muchas historias más.

Venir al cine de mi barrio es completamente gratuito: todos los lunes, sus aficionados recibimos vía redes sociales la programación semanal, siempre diversa y novedosa, y sabemos que lo único que tenemos que hacer es estar 15 minutos antes de la proyección y aguardar hasta que sus trabajadores nos inviten amablemente a pasar a la sala. Es un espacio gestionado por la Secretaría de Cultura de Vicente López: una administración municipal que nadie tacharía de comunista, ni de socialista ni de peronista; es simplemente una gestión que procura el bienestar de los habitantes de su municipio, entendiendo que la noción de bienestar excede al mero hecho de tener techo y un plato de alimento, porque también involucra el derecho a consumir experiencias culturales, intelectuales y vinculadas al deseo que todos tenemos como personas.

Esa noche, bajo la tenue llovizna, regresé a casa pensando en el documental italiano que acababa de ver. Me llamó la atención cómo los jóvenes de ese país no percibían un futuro prometedor y hablaban de marcharse a otras tierras para poder ser. No es un asunto nuestro, evidentemente, sino algo de todas partes, quizás más apegado al imaginario que se crean las juventudes que a los bordes de las realidades que les toca en suerte habitar.

Le mandé un audio a mi compañera de trabajo, entusiasmado con ese formato documental, con esta manera de interpelar a los pibes y de registrar las conversaciones. Ella y yo coordinamos un taller, en un municipio de la zona oeste de Buenos Aires. Tenemos perfectamente claro que los derechos de los pibes no están alambrados al mero hecho de tener techo y comida, sino que exigen la exploración de la humanidad de cada uno de ellos, la estimulación de sus ideas y la proyección hacia un futuro al que valga la pena asomarse. 

En el marco de las políticas del municipio, asumimos un pequeño rol, pero nos tomamos en serio ese espacio que conducimos, sabiendo que hay un montón de pibes que vienen dispuestos a reflexionar colectivamente, a buscarle la vuelta a las cosas, a cuestionar los discursos que circulan, a pensar en voz alta el significado de ciertas palabras y a salirnos de los lugares comunes: nos preguntamos con ellos qué significa la familia, qué significa la libertad, la seguridad, qué es el trabajo, qué es la política.

Y le mandé ese audio a mi compañera, cuando salí del cine, porque se me incrustó en la cabeza la idea de que nosotros también podríamos embarcarnos en un proyecto documental, para tener un registro audiovisual de cómo piensan nuestros pibes del conurbano.

No sé si me habrán disculpado el atrevimiento que tuve de escribir en primera persona y sobre cosas tan singulares. No encontré, esta vez, una manera mejor de expresar que el Estado tiene que estar presente para todos, desde sus versiones municipales hasta sus competencias nacionales. Yo soy una persona adulta que disfruto muchísimo de una pequeña sala de cine que es un ícono del lugar donde vivo. Al mismo tiempo, asumo la responsabilidad de ejercer un pequeño rol, en otra intendencia, para que un grupo de pibes y pibas, que han atravesado inmensas dificultades durante sus infancias y adolescencias, hoy tengan un espacio para pensar y una herramienta para dialogar.

No será nuestro país un paraíso terrenal, pero tiene una impronta de cuidarnos entre nosotros. Y esa impronta es un valor que nadie nos va a arrebatar.

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