El Pollo se cansó de andar avivando giles, y de tener que estar todo el tiempo poniéndose la gorra con los demás. No se fumaba más a los pendejos y cuando vio que el boludeo venía para largo se tomó el palo de ahí. Se fue del barrio con lo puesto, manos en los bolsillos, una noche que daba lo mismo.
Pasa llave en la casa de la vieja y entra sin hacer ruido. Deja el bolso sobre la mesa de la cocina y lo primero que ve es el frasquito lleno de pastillas rosas. La vieja se quedó frita, con la tv encendida. Él se arrima cauteloso y le quita los anteojos con una dulzura infinita. Sin hacer ruido, se asoma a la habitación de su juventud. La mirada se le llena de escombros.
Ricardo salió cagando de la casa porque le están tirando la pared abajo y no sabe qué mierda hacer. En el centro adormecido ya no queda casi nadie y él corre como un loco de acá para allá buscando alguien que le pueda dar una mano. Policía o ladrón, le da exactamente lo mismo. Cuando su prima le propuso quedarse a vigilar la propiedad, agarró viaje de una. No tenía un carajo que hacer y ese techo gratarola era un golazo de media cancha. Lo que no se imaginó fue que la primera noche ya se le iban a presentar algunos asuntitos.
Lo mejor que se pudo traer fue un paseador de perros con cuatro o cinco ejemplares. Suben hasta la habitación que le están martillando y se plantan de frente a la pared, gritan y hacen bardo. Ricardo le agita los perros a Walter para que se pongan a ladrar. “Dale, loco, ¡chumbá!”, le dice a un salchicha, agarrándole la trompa. Pero los animales están en otra. Desesperado, le entra a dar a la pared con un carrete de madera, y pega unos gritos al aire: “¡Tenemos perro!”. Los ruidos del otro lado, por un momento se apagan.
“¿Sergio?”, se levantó la vieja un poco sobresaltada. “Sergio, ¿sos vos?”. Se lo encuentra ahí en la cocina y apenas lo ve se le pasa el susto. Le pregunta si piensa quedarse, mientras le acaricia una mejilla, y entre los dos hay algo que se quebró. Quieren verse a los ojos, se buscan a tientas en la oscuridad, pero un dolor los encandila y la mirada rueda al piso como bollito de papel.
La vieja se pone a buscar el frasco que él se había guardado en el bolsillo de la campera, y se transforma en otra persona cuando empieza a sospechar que lo perdió. El Pollo le dice que para qué quiere esas pastillas de mierda, y ahora sí se atreven a mirarse a los ojos como antes. Ese coctel de amor y dolor entre una madre y su hijo al toque se volvió enojo, y ahí se reconocen. En la furia repentina vuelven a conectan. Es un segundo. Y un segundo basta para demoler cualquier intento de fe.
Así como se había guardado el frasquito de pastillas, el Pollo lo desenfunda y lo vuelve a poner sobre el mantel, en el mismo lugar donde lo encontró. Por segunda vez en la noche, se cuelga el bolsito al hombro y se manda a mudar. Se desató un derrumbe de frustraciones y lo que queda en el fondo de sus ojos se consume como un fósforo. Antes de que la vieja se levantara, había encontrado una nota sobre la mesita de luz. Era su amigo Ricardo invitándolo a una casa que le habían prestado. Ahí mismo estaba la dirección. “Sergio”, lo llama la mamá por última vez, pero ya está. El portazo se incrusta en la soledad de su rostro.
En algún momento de la madrugada, en la casona del pasaje se encuentran los cuatro. Se están viendo las caras por primera vez. Pero no están solos, porque arriba ya abrieron un agujero en la pared y se están metiendo en manada. Los límites se vuelven cada vez más borrosos y el asunto de la legalidad ya no es gran cosa, por mucho que alardee Ricardo con los sabuesos de su familia. En el cuarto del primer piso se tendió el campo de batalla y los ejércitos presentan sus credenciales. Pero el Pollo no está para juegos. Su noche fue larga y la mecha está bastante corta.