En la época de los cassettes en el Parque Rivadavia, Roxana Porcelana se escondía en la mochila de un pibe que andaba por ahí, y unos hombres eléctricos se le trepaban por debajo del guardapolvo. A la otra semana el pibe volvía y manoteaba otra cinta, y en el cartoncito del cassette leía Cuá cuá amén, Pura suerte. La habitación se le encendía y era como una segunda escuela. De pronto estaba construyendo una mirada propia. ¿Qué pasaba con Roxana Porcelana? ¿Quiénes eran esos hombres eléctricos? Esa voz rebotaba entre cuatro paredes y el pibe se dejaba estar en esa escuela casera de poesía y libertad. “Imaginá los planes que en mi mente están, tan sin dolor”, decía la voz, y le hacía creer que los sueños no se pueden torturar.
La dictadura fue, para ellos, para los que estaban dentro del cassette, la ruina mental de saber que la barra se diezmaba, porque cualquier día podían borrar a otro amigo como si fuera el trazo de tiza que ya no sirve en el pizarrón. “Soy un perdido eléctrico, un multitudinario perdido y sin identidad. ¡Yo soy nadie!”. Había que ver de qué manera se ponía el pecho en ese tiempo de espanto, con tantos atrapados, en tantas telarañas. El mismo monstruo que chupó a Roxana mientras buscaba, inocente, cambiar el mundo. Ella se la jugaba con fuego y al final quedó radioactiva, “en un riesgoso interview”. Montón de canciones de los Redondos cuentan de picana, de electricidad y de mambos psicológicos en esas viejas y novedosas sesiones de tortura. Roxana es una mujer eléctrica que mira su faraónico ser, mientras apaga sus ojos para siempre.
Y en ese mismo decorado cuelga el “Perro Bobby”, el que habla lo que hablan los demás y canta lo que cantan los demás. El más salmón de la ciudad, cantando como un león. Bobby es un servicio, “un servicio de amor, a todo rock”. Y Patricio Rey raja de todo eso. A su manera. “Rodando, montado a un tren especial. Rodando, para estallar”. No es joda, Patricio Rey. Los Redondos nacen clandestinos y lo necesitan desde el vamos como salvoconducto de la aventura: abajo ocurría todo lo que arriba era impensado, y Patricio Rey era el sereno que vigilaba la puerta de esos infiernos. Manifestaciones artísticas y más vale que políticas, porque no cualquiera se hacía el poronga en tiempos de amigos que no volvían. Y en esos pozos imprudentes andaba Bobby, haciéndose el gil, mechado entre los demás: bailando y cantando, iba tendiendo la alfombra para la entrada gloriosa de los siniestros.
Patricio Rey era el manto sagrado que necesitaban para seguir encontrándose, materializándose y consumiéndose hasta la próxima vez. Ceremonias chamánicas. Criminal Mambo. Era vital generar las condiciones de esos encuentros. Cada festejo era el escape, la fuga que garantizaba la vida que ellos querían vivir, y no una vida con el culo apretado, de acatamiento a la línea de terror que bajaba desde el poder. Escapaban, pero no para conservarse con vida un rato más, sino porque no estaban dispuestos a que las cosas fueran de otra forma que no sea esa.
Y Oktubre es la merca como escape solitario cuando ya no están dadas las condiciones de una fuga colectiva: dosis extra de coraje para tragar la noche más velada; resistencia que exigía correr el eje más allá del raciocinio. Un tango que ocultaban mejor -del que preferían no hablar-, y ese grito prendido fuego que brota desde las vísceras: ¡vivir solo cuesta vida! Si esta crónica tarde o temprano tiene su punto final, la preservación por la preservación misma es estéril. ¿Cómo no va a haber drogas en las letras de los Redondos? Era parte del asunto. Lo que no hay es hedonismo, que es otra cosa.
Una frase se incrusta en ese instante borroso de telón de la dictadura y apertura democrática: “Un último secuestro, el de tu estado de ánimo”. Canción de melodía alegre y letra triste que ponía en hora un reloj de peligro ausente y vacío existencial. Tenemos que proteger nuestro aliento nosotros mismos y cada día. La democracia es un arma de doble filo y eso también es Oktubre, el disco-manifiesto de los Redonditos de Ricota. Y esa angustia se mudó para siempre a un estribillo: “Ahora ya no llora, preso en mi ciudad. Casi ya no llora, ¡atrapado en libertad!”.
Blues de la Libertad fue un tema inédito hasta que se filtró en ese pariente lejano de Oktubre que se llama Luzbelito. Un retrato oscuro de los ochenta y el vidrio roto y sangrante de los noventa: espejo para nuestra vergüenza. “Mi amor, la libertad es fanática. Ha visto tanto hermano muerto, tanto amigo enloquecido. Que ya no puede soportar la pendejada de que todo es igual”. Curioso es que todos sepamos la lección de lo que fue la dictadura, pero que nadie entienda bien de qué va esta democracia. Blanda como un flan y las cucharas siempre en las mismas manos. Allá no había humor para ambigüedades, y los sótanos se encendían con un par de blues: “Se muere escuchando el noticiero donde cuentan cómo le dan caza. Paisaje transmitido entre los nervios, mientras le alcanzan”. No era joda.
Pero antes de Oktubre hubo un primer disco que fue carnal y catártico, y que tiene una canción de sugestivo nombre: “Te voy a atornillar”. Un tipo que aprieta mucho y que asfixia mucho a otro, y una súplica que pudo ser dicha por cualquiera de los dos: “¿¡Cómo puede ser que te alboroten mis placeres!?”. Inocencia de la víctima o morbo del animal.
Y el sorete irrumpe de nuevo y esta vez parece que está a punto de acabar: “Apuntamos a tu nariz, hundimos tus pómulos y vos resplandecías”. Cinismo crudo que regresa. Y está tirado en un remolque sin luz, el que centellea a pesar de las descargas. Fauces del monstruo, ilegalidad total. Incluso el tema más festejado de los Redondos implora que no se encienda la luz porque ahí hay un rumor que no se puede revelar, “¡no mires por favor!”. Secreto de Estado. Otra vez, un riesgoso interview: ¿o quién es sino ese que, de golpe, “se enderezó”, y que ahora brinda por suerte ajena? ¿Quién se ofrece “mejor que nunca”, de un momento a otro, como si nada? Uno que no soporta más electricidad sobre su cuerpo y que no tuvo la dicha de haberse muerto. Sigue acá y le queda una sola carta: montaje final.
Juguetes Perdidos es un bello papiro sobre un tiempo que sigue tibio y nos interpela. Ellos dijeron que estaban más para escucharnos que para bajarnos línea, a nosotros, a los pibes. Ya nos contaron muchas historias, y quedan muchas más por escribir. El piberío está grande, pero, con los Redondos para siempre en su memoria emotiva y colectiva, empuja desde su lugar para dar la batalla en este tiempo histórico. Nuestros hijos no van a escuchar los Redondos, pero las banderas viajan en la sangre, de muchas maneras, y el sol siempre es el mismo, más allá del horizonte.