A lo largo de la historia de la humanidad y su desarrollo, se van vertebrando una serie de ideas socialmente aceptadas como válidas, cuyo fin es sostener la “estructura” sobre la que se asienta la dominación de las minorías. A estas creencias nos referimos, cada vez que hablamos de un sentido común.
En las civilizaciones clásicas de Occidente, como Roma o Grecia, estas ideas estaban enraizadas en la aceptación y la naturalización de la esclavitud, como medio imprescindible para el desarrollo de la sociedad o, mejor dicho, para el desarrollo de quienes sujetaban las riendas de esas sociedades.
Los patricios romanos, ocupados en la política, la guerra y la conquista a fines de ensanchar las fronteras del imperio, delegaban las tareas productivas en sus esclavos. El célebre Aristóteles, filósofo de la Antigua Grecia, dedicado al desarrollo de las artes del pensar, sostenía que existían tres tipos de herramientas: las no parlantes -utensilios manuales-, las semi-parlantes -los animales- y las parlantes -los esclavos-.
En Oriente, la historia no recorrió carriles muy distintos. El Antiguo Egipto crecía sobre la base de su servidumbre y era gobernado por un supuesto descendiente directo de dios. Cualquiera que osara contradecir estos “principios”, pagaba con su vida. Las sociedades precolombinas de nuestra América, tendían a organizarse social y económicamente de manera similar a esas antiguas civilizaciones orientales: sistemas de producción agrícola asentados en la servidumbre y el tributo y un “enorme” Estado -funcionarios de gobierno, policías y religiosos- garantizando el orden establecido a fuerza de represión y más represión.
La sociedad feudal, basada en la explotación agrícola de grandes extensiones de tierra -feudos-, propiedad de la nobleza y la iglesia, produjo argumentos sumamente convincentes para el sometimiento de los campesinos. Tenían el hierro de sus espadas nobles y la “pavada celestial en avalancha”, de la mano de curas parásitos y frailes católicos.
La Revolución Francesa arrebató el poder a los nobles y fundó un nuevo orden sobre la promesa de una sociedad de iguales, que incorporaría los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pero, ¿qué pasa? Pasa lo de siempre: que estos principios se ven reflejados en la vida de los dueños del taller, de la fábrica y el campo (el capitalista), mientras que los trabajadores y las trabajadoras siguen siendo explotados, puestos a producir riqueza a cambio de lo mínimo e indispensable para subsistir y reproducirse (el salario).
Este brevísimo repaso histórico pone de manifiesto algo que remarcábamos en la columna anterior: “El sentido común va sufriendo modificaciones en cada época, según las necesidades del sector social que detenta el poder”. Sencilla afirmación que es, sin embargo, el eje central del debate. Tenemos entonces que esas creencias, socialmente aceptadas como válidas para la comprensión de la realidad, están profundamente amarradas a la ideología -o conjunto de ideas- de la clase dominante en cada momento histórico.
Luego, todo intento por desarrollar un “pensar” que enfrente radicalmente ese sentido común imperante será ferozmente combatido, por quienes defienden el statu quo y dependen de que nada cambie para seguir gozando de una vida de privilegios. Existencias que parecen desligadas de la vida que hacen los pueblos y no obstante son reales y carnales. Compartimos el tablero, por mucho que se aíslen en sus barrios cerrados.
Antes de materializarse en nuestras vidas cotidianas, el mandato del sentido común, cabría preguntarse si la cosa no ameritaría una pulseada más firme en el campo de la subjetividad. Si me están respondiendo que sí con la cabeza, entonces deberíamos inferir que el terreno más importante de esta disputa no es otro que la cabeza o la consciencia. Siempre habrá esfuerzos conservadores e impulsos restauradores, eso ya lo sabemos. Quizás no sea cuestión de pretender librarnos de esas cosas, sino de disponernos a celebrar una vida más consciente, con proyecciones y deseos genuinos que puedan transformarse en acciones cotidianas.