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marzo 13, 2023
El juicio de la Memoria
Sería erróneo pensarlo en términos de un plan maestro, concebido y prefabricado para ese momento de “transición democrática”.
El 22 de abril de 1985, entonces sí, se sentaría en el banquillo de los acusados el pleno de la cúpula militar del Estado terrorista, para rendir cuentas ante un tribunal civil, en un episodio históricamente memorable. Paralelamente, también serían enjuiciados los dirigentes de las organizaciones armadas revolucionarias, ratificando el encuadre interpretativo que había hecho el gobierno radical.
El juicio de la Memoria

Pocas fotos tienen tanta carga simbólica como esa que muestra a la cúpula militar de la dictadura frente a un tribunal civil. Pero ese desenlace reparador y absolutamente lógico -visto desde el presente-, no necesariamente lo fue entonces, en esa coyuntura tan particular. Quienes nos sumergimos en las aguas profundas de la Historia sabemos que es primordial desechar y desterrar su determinismo, para comprender esos hechos que, por más extraordinarios que parezcan, siempre están enmarcados en un proceso. Sepamos, de entrada, que ni el plan de gobierno de Alfonsín ni esa opinión pública mayoritaria que pedía recuperar la democracia, estaban destinados a desembocar en ese ejemplar -y reconocido mundialmente- Juicio a las Juntas Militares

Remontémonos a 1983: la mayor problemática de la “salida democrática” y de los primeros años del alfonsinismo giraba alrededor de qué hacer con todo lo que había pasado durante la dictadura militar, corporativista y eclesiástica -como ajustadamente la califica Daniel Feierstein-, de los traumas producidos, las pérdidas y los dolores. Pero ese tiempo también estaba atravesado por el temor a recaer en un pozo que todavía era reciente, que estaba a cielo abierto y urgía rellenar si se quería dar un corte definitivo -tal como lo remarcaba Alfonsín con tono refundacional durante sus discursos de campaña-. Enseguida salieron a flote conflictos de lectura e interpretación de los hechos, puntos de vista que pretendían escalar unos sobre otros respecto a la violencia vivida en los setenta. 

No debe confundirse el clima antidictatorial y antimilitarista, que ya desde la crisis económica y social de 1981 se había vuelto generalizado, con una convicción acerca de la necesidad de justicia, en relación a los crímenes que habían cometido las Fuerzas Armadas. De hecho, la mayoría de la población ni siquiera los concebía como crímenes de lesa humanidad. Las posturas de los organismos de Derechos Humanos, que empezaban a hablar sobre un plan sistemático de exterminio -todavía de manera desordenada-, distaban de una amplia aprobación social.

Lo cierto es que, para llegar a la foto icónica del juicio, debieron suceder ciertos acontecimientos que modificaron la correlación de fuerzas. Sin lugar a dudas, resultó crucial la postura inquebrantable que adoptaron las Fuerzas Armadas, su cerrada defensa de una “guerra contra la subversión” y la negación permanente a aportar información sobre el paradero de los desaparecidos. El “Documento final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, emitido por cadena nacional el 28 de abril de 1983, y la Ley de Pacificación Nacional (nº 22924/83) -conocida como “ley de auto-amnistía”-, van en esa dirección. El gobierno radical, en tanto, compartía y representaba un consenso antisubversivo fuertemente arraigado en una sociedad que lo único que deseaba era que terminase de una vez esa larga y oscura noche. El caldo de cultivo que produjo ese consenso, derivó en la reprochable teoría de los dos demonios -violencia política extrema, por izquierda y por derecha: una reactiva de la otra-. 

Así y todo, lo primordial para el radicalismo había sido el exceso injustificado de los métodos utilizados por las Juntas Militares en posesión del Estado Nacional. El flamante gobierno democrático planteaba entonces que las fuerzas fueran juzgadas por un Tribunal Militar, es decir, que el problema se resolviera puertas adentro, en el marco de la propia corporación. Por cosas como aquella, el escritor Rodolfo Fogwill señalaría la ingenuidad del partido centenario, confundiendo el reino de las libertades individuales con el mandato de una vida democrática. Frente a la evidente dilación del problema, por parte de los militares, se decide políticamente que intervenga un Tribunal Federal. Pero faltaba más. En septiembre de 1984, ocurre algo que vuelve a alterar el curso de la historia: se produce la presentación del informe de la CONADEP titulado “Nunca más”, que, no obstante su nefasto prólogo, aporta evidencia irrefutable sobre la planificación y la sistematización de los crímenes de lesa humanidad.

Con el “Nunca Más” se exhibe públicamente la bestialidad de los campos de concentración, que aquí se llamarían “centros clandestinos de detención”. Salió a la luz, de ese modo, la maquinaria administrativa/burocrática de los asesinatos, eso que Hannah Arendt denominó el “mal radical” de los regímenes totalitarios. El 22 de abril de 1985, entonces sí, se sentaría en el banquillo de los acusados el pleno de la cúpula militar del Estado terrorista, para rendir cuentas ante un tribunal civil, en un episodio históricamente memorable. Paralelamente, también serían enjuiciados los dirigentes de las organizaciones armadas revolucionarias, ratificando el encuadre interpretativo -dos demonios- que había hecho el gobierno radical. 

Esa imagen de los genocidas juzgados -un acto de “justicia ejemplar”-, fue el resultado de un proceso de luchas sociales y determinaciones políticas, protagonizado por el gobierno de Alfonsín, los organismos de Derechos Humanos y la corporación militar. Sería erróneo pensarlo en términos de un plan maestro, concebido y prefabricado para ese momento de “transición democrática”. 

En el escenario cambiante del segundo lustro de los ochenta, nuevas resoluciones políticas -“leyes de impunidad” mediante- acabarían desdibujando el gran avance en materia de Justicia y Derechos Humanos que había sido el Juicio a las Juntas. En los noventa, vendrían los indultos “reconciliatorios” del menemismo, y nos encontraríamos con los genocidas otra vez en las calles. Tuvimos que atravesar la crisis de 2001, para entender cabalmente lo que significó la dictadura y detectar las herencias que nos dejó. Algunas perduran hasta hoy. Queda camino por recorrer, en pos de la verdad y la justicia. Apenas un puñado de civiles fueron condenados, desde que se estableciera la Memoria como política de Estado, durante el kirchnerismo. Y sabemos que, sin Memoria, no hay posibilidad de construir un horizonte de Justicia Social.

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