No estoy de acuerdo con ninguno de los protocolos elevados por el Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires. Escribo esto como una aclaración que quisiera, en realidad, no fuese necesaria. Considero que son propuestas oportunistas y marketineras presentadas por un gobierno que durante más de diez años se ha encargado de destruir nuestro sistema educativo, política, presupuestaria y pedagógicamente. No existen gestos de buena voluntad por parte de quienes han hecho funcionar escuelas hasta en galpones y que, sin ir más lejos, incumplieron con el acta salarial en plena pandemia congelando nuestro salario. A les docentes nos sobran los motivos para no confiar en el discurso de “la educación como prioridad” de Larreta y Acuña. Aun así, hacer un recuento no es ahora mi objetivo.
Pasaron seis meses desde la suspensión de las clases presenciales. No pongo en duda que, luego de hacer malabares con la virtualidad y la distancia, todes extrañamos un aula a la que, probablemente, no vayamos a volver durante el presente ciclo lectivo.
El acceso a la educación -que en nuestro país es un derecho que nos gusta proclamar indiscutible- fue durante este tiempo de pandemia una importante muestra de la desigualdad que denunciamos constantemente. No fue una cuestión de azar, suerte o mérito. Se trató siempre de garantías y oportunidades. Al tacho el discurso de la meritocracia: no había dispositivos, no había conexión, no había sostén económico, no había agua. Nos preguntamos, desde el primer momento, cuál era nuestro rol y el de la escuela, cómo y desde qué lugar. Pasaron seis meses y acá estamos: con algunas respuestas y nuevas preguntas.
Casi terminando septiembre Nicolás Trotta informa que Soledad Acuña todavía no entregó el listado con los datos de les 6500 estudiantes que deben recibir los dispositivos que puso a disposición el Ministerio de Educación Nacional. El gobierno decía que los tenía identificados y que, para volver a las escuelas, iría a buscarlos casa por casa. Ahora, sin embargo, piden 20 días más. Es difícil hablar de presencialidad sin que ese derecho esté garantizado.
El 31 de agosto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió un comunicado en el que sostiene que “los Estados de la región deben acelerar políticas de acceso universal a Internet durante la pandemia del COVID-19 y adoptar medidas diferenciadas, para incorporar a grupos en situación de vulnerabilidad”. La declaración dice que alrededor de 154 millones de niñes y adolescentes de nuestro continente están fuera de la escuela y que un gran porcentaje tampoco pudo acceder a los contenidos educativos de manera virtual. Ante esta situación, la CIDH le pide a los Estados que generen medidas que establezcan pisos mínimos de equidad para estos sectores.
Es indiscutible que, en medio de una pandemia, garantizar el derecho a la educación implicaba hacerse cargo de algo que también denunciamos desde hace tiempo: la brecha digital es desigualdad social. No se puede plantear una “presencialidad voluntaria” cuando, sin los recursos necesarios, no hay otra opción. Equidad, igualdad y otra vez la misma historia.
En los últimos días las redes y los intercambios personales me dispararon algunas preguntas que, desde lo más genuino de mi compromiso con mi profesión, quisiera compartir. Utilizo la pregunta, como base fundamental de nuestra práctica. Respuestas no tengo muchas, sepan disculpar.
La educación virtual/a distancia, incluso cuando existe y el acceso está garantizado, ¿reemplaza la presencialidad? ¿Es importante la presencialidad? ¿Por qué?
Hace años que el gobierno de la Ciudad avanza con proyectos de educación futurista, innovadora y virtual; casi un guion de ciencia ficción, con docentes reemplazados por computadoras y pilotos de drone o algo así. Fuimos nosotres quienes defendimos la escuela como espacio ante estos avances. Les dijimos, en las calles y en las aulas, que la escuela importa porque es algo más que todo eso. ¿Qué pasó, durante este tiempo, con ese algo que pocas veces podemos teorizar?
Los protocolos se elevaron de manera inconsulta y sin la voz de la comunidad educativa. Es algo a lo que también nos tienen acostumbrades. Nosotres, que conocemos las escuelas y sus realidades, ¿no deberíamos estar protagonizando este debate? ¿No deberíamos estar pensando más abiertamente qué problemas se presentan ante la falta de presencialidad? No hablamos de la falta de conexión, de un número específico de estudiantes o de lo que pase en los últimos años de cada nivel. Incluso, muy a nuestro pesar, somos conscientes de que el problema principal no está en los contenidos y las tareas. No se trata de desmerecer lo que hicimos con lo que pudimos en este contexto. Se trata, justamente, de volver a poner en valor lo que hacemos todos los días en nuestras aulas, que siempre es más, mucho más.
¿Por qué nos está costando tanto este debate? ¿Será porque sabemos “cómo es la cosa” y se nos juegan todos los miedos personales? ¿Nos cuesta poner eso sobre la mesa? Nos hablan de volver a trabajar y tenemos miedo. Nos dicen que “es lo que hace todo el mundo” y no nos alcanzan las palabras para explicar que la escuela no es “lo que hace todo el mundo”.
¿Nos cuesta porque los sucesivos protocolos, que no ofrecen ninguna solución real, nos mantienen constantemente a la defensiva? ¿El estar a la defensiva, teniendo que explicar todo el tiempo lo que la escuela no es, no nos permite defender lo que la escuela es? Entre tanto fuego cruzado, ¿hay espacio para que seamos nosotres quienes pensemos cómo podría ser esa escuela presencial con la que nos vamos a reencontrar?
Les docentes defendimos siempre la importancia de la presencialidad y de nuestro rol en las aulas. Entendemos por qué es importante y conocemos la realidad de nuestres pibes.
No sabemos cómo será la vuelta, pero tenemos que ser también quienes se sienten a pensarla.