Era diciembre de 2015 e Ismael Serrano cerraba con su concierto un acto de campaña de Podemos, espacio político que rompió en España con la lógica binaria de sus partidos tradicionales y que disputó sentido, durante un tiempo, en el seno de una sociedad que no acaba de asumir la caducidad de ciertos esquemas de organización -por ejemplo, el temita del rey-. Participó como sabe hacerlo, interpretando sus canciones y tocando la guitarra. Pero, dado el contexto, se permitió conversar más distendidamente entre tema y tema.
“Papá, cuéntame otra vez”, se llama esa canción que lo colocó en un sitio acaso incómodo, como heredero de Silvio, de Serrat y otros grandes compositores que se alzaron en referentes de la generación de nuestros padres. Esa noche, antes de empuñar la guitarra para tocarla, contó que se trataba de un reproche que él y su hermano compusieron siendo jóvenes, cuyos destinatarios habían sido, precisamente, su padre y su madre. Pero no solo ellos, sino toda esa generación de la que fueron parte: “Y nosotros creíamos que ese relato de una gloriosa época de juventud era un relato edulcorado, que escondía una parte de renuncia”, dijo Serrano, pero enseguida introdujo una salvedad. Es que, habiendo pasado tantos años, tuvo tiempo de sobra para repensar y reelaborar su viejo reproche hecho canción. “Me estoy acercando a la edad que tenía mi padre cuando se la canté por primera vez, y ahora entiendo que ellos, al menos, tenían un relato”.
No solo en Argentina, sino en otros países de la región y más allá, durante algunos años se desarrolló una minuciosa campaña mediática de desprestigio y estigmatización de sus gobiernos de entonces, populares o como se les quiera decir. Campañas sucias, basadas en recortes arbitrarios de la realidad o sencillamente en meros engaños, que a fuerza de repetirlos acababan transformándose en tristes verdades. Esas estrategias de roce y desgaste incluyen siempre algunas líneas que se pretenden ingeniosas y que un sector importante de la población se encarga de apropiarse y esparcir hasta el cansancio, incluso sin que le paguen. Ponele que “se robaron un PBI”, o que “el curro de los Derechos Humanos”, en fin. Y en esa volteada, también cayó “el relato”.
“Hoy la revolución es el respeto. No es tirar piedras ni cortar la calle”, se supo que dijo allá por 2018 el cantante de la banda más convocante de la última camada de rock nacional. Sí, descostillate de la risa, el líder de una banda de rock salió a bardear a los que protestan, habiendo en la Casa Rosada un gobierno neoliberal. Bueno, pero es así, el amigo Sartorio y sus compañeros de banda, por acción u omisión, eligieron adherir al relato de Cambiemos, cuyo horizonte era, sin lugar a dudas, la desmovilización de las organizaciones sociales, el desalojo de las calles y la desmoralización del pueblo trabajador a la hora de pelear sus condiciones de vida. Sabían que si daban en el blanco con esa bajada de línea, podrían implementar todas las medidas económicas que se les ocurriera. Durante un tiempo, efectivamente, ocurrió. Pero lo interesante es que esa vez nos vinimos a dar cuenta de que no solo tenían el apoyo incondicional de los grandes conglomerados de comunicación, sino también -ni falta que les hacía- el pusilánime favor de algunos referentes del rock, que ya no saben qué hacer, ni qué decir, para ser más tristes como personas.
El tema es que siempre habrá un relato en ciernes. Puede que sean endebles, que no tengan la consistencia suficiente para trascender las barreras coyunturales. Los grandes relatos, esos que supieron marcar el pulso de la humanidad, fueron pisoteados por los caballos de una posmodernidad que goza de buen galope. La brújula que nos queda hay que mandarla al brujulero, porque le está andando mal el norte. Pero, la realidad, es que siempre habrá relatos intentando prevalecer. En todo caso, en vez de acusar a una persona, o a un grupo de gente, de tener un relato, o de “comerse el relato”, como estilaba decirse por estos pagos, habría que tratar de reflexionar un poco más sobre lo que esconden las diversas construcciones discursivas, y cuál es el horizonte que cada una deja entrever.
Decía Ismael, allá por 2015, que ese tiempo estaba siendo pujante, y que merecía, igual que el de sus padres, un relato propio: “Le contaré a mi hija ese relato repleto de épica dorada. Le diré que primero ocupamos la calle y que después las instituciones, y todo para devolverle la soberanía al pueblo”. Explicaba, finalmente, que esa canción que él había compuesto siendo joven no era un ejercicio de nostalgia, sino todo lo contrario: que siempre creyó que lo mejor está por venir, igual que Spinetta en sus puentes amarillos, y que toma eso como un reto maravilloso que le permite sostener la frente en alto, para buscar la mirada en los demás.
Acá, en América Latina, parece que hubieran sido mil años, desde 2015 hasta hoy. En medio, nos pasó por encima un relato hegemónico de corte anti-trabajadores, que funcionó como un gran desarmadero de ilusiones colectivas, abierto las 24 horas. Un derrumbe de esperanza, un apagón que nos dejó a tientas, intentando reconocernos. Hoy el tiempo volvió a cambiar, pero lo cierto es que este pueblo todavía está un poco grogui, por las piñas que se comió. Ya no hay locos, ya no hay parias, y tampoco parece haber cuentos tan bonitos como el que canta Ismael en su canción invencible. Acaso ya sea tiempo, de ponernos a escribir otra vez.