Archivo, Crónicas y reseñas

septiembre 19, 2023
No había vez que no le lloviera
“Estar en casa”, para las familias migrantes, debe ser una salvación más que una comodidad.
Poco a poco se acostumbró a salir con el disfraz de algo que ella no era: fue aprendiendo cómo tenía que hacer para disimular la tonada y, si alguien le preguntaba, respondía que era salteña o jujeña, “porque es mejor que te digan cabecita negra y no bolita”. A esas violencias estaba expuesta en la calle. No había vez que no le lloviera, y su paraguas ya estaba bastante estropeado.
No había vez que no le lloviera

“Olor a empanada frita, al chicharrón, a la tortilla de rescoldo, y después uno sale de ahí y de pronto se terminaron, todos esos olores. La villa, de algún modo, ofrece una cierta solución de continuidad con lo que traían de antes”. Eso decía Gabriel, tan bellamente, en su afán de rescatar el relato que las familias migrantes traen consigo desde sus sitios de origen, en vez de andar machacando tanto con lo que les cuesta la vida acá.

La directora de CAREF, por su parte, se preguntaba con nosotros algunas cosas bastante elementales: ¿qué es lo que estas familias migrantes tienen que andar ocultando? ¿Hay, acaso, algo que temer? Las respuestas a estas preguntas bien podríamos encontrarlas en alguna estrofa de El reino del revés, esa canción de María Elena Walsh que nos cantaban cuando éramos niños.

Es que sí, ya nos hicimos adultos y cada vez más pareciera que vivimos en el reino del revés. ¿Qué es, sino, ese impulso de agarrársela con el más débil? ¿Qué es esa pulsión de hacerle la vida imposible a alguien que vino hasta aquí con su delicadeza a cuestas? En estos episodios, oirán palabras así: “En el fondo somos eso, un animal que muestra el colmillo cuando huele fragilidad”.

Cuenta Beatriz que en el refugio del hogar hacen un culto a la peruanidad de la familia: “Escuchamos radio peruana, cocinamos comida peruana, traemos condimentos de Perú”. Cuando hay que salir, la cosa es bien distinta, y ella ya nos ha venido dando algunas pistas sobre esas sensaciones tan íntimas de las personas migrantes. Explica que poco a poco se acostumbró a salir con el disfraz de algo que ella no era: que fue aprendiendo cómo tenía que hacer para disimular la tonada, y que, si alguien le preguntaba, respondía que era salteña o jujeña, “porque es mejor que te digan cabecita negra y no bolita”. A esas violencias estaba expuesta en la calle. No había vez que no le lloviera, y su paraguas ya estaba bastante estropeado.

No por nada se dice “como en casa”, ¿no? Si viene de visita un amigo, uno le pide que se sienta como si estuviera en su casa. Ahora, pónganse en la piel de un migrante. Hagan por un momento lo que Beatriz tuvo que hacer cada día de su vida, durante largos años: disfrácense de algo que no son, e intenten imaginarse cómo se pone todo más crudo, más brumoso. “Estar en casa”, para esas familias, debe ser una salvación más que una comodidad. 

Aparece la voz de Chang en el relato y es como el reverso de Beatriz, pero no porque fuese a negar el dolor que ella reflejaba, al contrario, porque lo reconoce y complementa: las vivencias de su niñez es el lado B de este cassette que estamos escuchando juntos, acerca de la vida migrante. ¡Ojo! No cualquier vida migrante, sino las caminatas cuesta arriba que hacen las familias pobres, en este nuevo territorio que han venido a habitar. Ya lo hemos dicho, es verdad, pero no está de más volver a poner un alfiler ahí.

“Chang, que traía la guerra en su sangre niña y guardaba bajo su piel el olor de la cultura oriental, reaccionaba instintivamente. No agachó la cabeza, sino todo lo contrario: enfrentaba a la bandada de pibes de acá que pretendían amedrentarlo. Con esa actitud, luego lo sabría, ahuyentó al fantasma de las humillaciones”. 

Pero estos dos episodios son también un amanecer, en la historia de Beatriz, porque una lluvia puede durar 100 siglos pero ni un segundo más. El refranero popular nos dice que siempre que llovió paró, y el refranero no se equivoca jamás.

Hoy, Beatriz nos empezó a contar su proceso de sanación, y en las poquitas semanas que nos quedan por delante terminará de hacerlo. Siempre con sus palabras: “Hoy me digo que soy migrante, porque entiendo que soy una persona con derechos, que puede estar acá sin tener temor, y sin tener que disfrazarse. Y sé también qué responder, si alguien viene a decirme ‘ustedes están ocupando un lugar dentro de la universidad”.

Deja una respuesta