Estábamos charlando de lo duro que puede ser, para muchas familias, resolver diariamente las tareas de cuidado para poder salir a trabajar. Natalia Debandi recuerda su experiencia en Chile produciendo investigaciones del ámbito migratorio: en el país trasandino, observó una batería de políticas públicas municipales que tendían a un abordaje comunitario de esta problemática. Gobiernos locales que convocaban a sus poblaciones migrantes para armar redes de cuidado, contemplando el carácter intercultural que se requería para trabajar con las niñeces. Recuerda específicamente a un dispositivo que involucró a muchas mujeres haitianas, instaladas con sus familias en diversas localidades chilenas. Fue la puesta en marcha de un plan que maridaba a las políticas estatales con la organización comunitaria, un cóctel no tan explorado.
Al momento de redondear su idea, Natalia introduce una aclaración: es importante el despliegue y la replicación de estas estrategias, locales y diversas, pero ella entiende que la mirada universalista propuesta en la legislación argentina, en relación a los derechos de su población, es fundamental. “El desafío, luego, es procurar que el acceso a esa universalidad efectivamente pueda instrumentarse”.
“En el fondo es mejor”: esas fueron sus palabras exactas. ¿A qué se refería la entrevistada? A la trascendencia política y social de que en nuestro país se haya declarado por ley el “derecho a migrar” de todas las personas y familias que deciden comenzar una nueva vida aquí, en territorio nacional. Argentina tiene una tradición rica en materia de ampliación de derechos, vinculada sobre todo con el espíritu de sus gobiernos peronistas: el acceso de las familias trabajadoras a la universidad pública; el acceso a la institución del matrimonio para todas las parejas, independiente de su orientación sexual; la universalidad de un ingreso mensual por hijo garantizado a todas las madres; el acceso irrestricto a la educación y a la salud pública para todas las familias migrantes.
Esa es la base de todo, lo que nadie debiera atreverse a poner en tela de juicio. Luego, como venimos advirtiendo en diversos tramos de esta caminata, ocurre que hay personas -incluso instituciones- que obstaculizan el debido cumplimiento de estos derechos, transgrediendo la ley y desvirtuando una convivencia social que en este suelo se pretende igualitaria y armoniosa. Esta tensión corriente, si no es abordada con compromiso político, perjudicará a las familias que menos herramientas tienen para pararse en la vida, es decir, las que más precisan de un Estado presente garantizando la justicia social.
Gabriela, la directora de CAREF, quiere explicar que, más allá de todas las dificultades que implica ser migrante e intentar hacer pie en tierra ajena, hay situaciones conflictivas que son comunes a cualquier familia pobre y trabajadora, sea originaria de aquí o de más allá. “¿Por qué tiene que ir con otros niños y no puede quedarse cuidándonos a nosotros?”: esta es la pregunta que Beatriz debió aprender a responderse solita, cada vez que su madre salía a trabajar. Una adolescente migrante que encarnó tempranamente el cuidado de sus hermanitos y las tareas del hogar, porque esa es la vida que le tocó. Tan simple como eso.
La familia de Beatriz seguramente habrá sentido, durante su trayecto, puntos en común con otro hogar pobre argentino, y no con una familia migrante de buen pasar económico y con mayores capacidades de inserción cultural. Es importante remarcar, y por eso lo hacemos, que el hecho de ser migrante no implica que alguien tendrá necesariamente una vida dificultosa. Ya lo dijo Chang algunas semanas atrás: “Acá el único tema es el migrante pobre”.
Vigilar lo que dice la ley. Ponerse del lado de las familias más empobrecidas. Instrumentar las políticas públicas que faciliten la vida cotidiana de la gente que más precisa salir a trabajar. Garantizar el derecho a una educación y una salud pública y de calidad. Poner en juego la creatividad que debe tener la política para abordar dinámicas sociales cuya transformación es permanente. Procurar que la mayoría de la población tenga el mismo acceso a niveles básicos de bienestar, sin anular la diversidad de vidas y experiencias, sino promoviendo una convivencia plural y armoniosa. Este es el deber de un Estado presente, orientado con coraje a la felicidad del pueblo que conduce.