“En el campo de concentración, como en la vida, conviven las dimensiones de solidaridad y traición, nada más que ésta aparece expuesta mientras que la primera es subterránea. Lo que quiero decir es que, aún en condiciones tan aplastantes, el poder no llega a constituirse como total. Incluso en medio de un proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el ser humano busca y encuentra su dignidad”. Esta frase de Pilar Calveiro, presente en su libro Poder y desaparición: los campos de concentración en la Argentina, retrata como ninguna otra la experiencia de haber vivido en carne propia el proceso genocida que comenzó el 24 de marzo de 1976.
¿Por qué la cita? Porque esta vez nos detendremos en un hito que marcaría un quiebre en esos años de oscuridad: nos referimos a la histórica visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre el 6 y 20 de septiembre de 1979, a fines de investigar las denuncias que se apilaban en contra de la dictadura militar, corporativa-económica y eclesiástica -como la calificara Daniel Feierstein-. Ya había corrido mucha sangre bajo el puente. Los crímenes de lesa humanidad se habían producido mayoritariamente en el transcurso de los primeros años de la dictadura, como denunció Rodolfo Walsh en la carta que le costó la vida. ¿Cuál era, entonces, la situación que atravesaba el país cuando se concretó la visita de este organismo internacional?
Casualidad del destino, mientras en Avenida de Mayo al 700 se formaban largas colas de gente para radicar su denuncia frente a la sede local de la OEA, en Japón, del otro lado del mundo, la selección argentina de fútbol se coronaba campeón mundial juvenil, de la mano de Diego Maradona y Ramón Díaz, y comandada por César Luis Menotti. Sin tiempo que perder, la Junta Militar convocaba a sus comunicadores afines para intentar sacar tajada de los festejos populares, en un revival de lo acontecido apenas un año atrás, durante el Mundial ´78 disputado en nuestro país. Tenían un objetivo claro: tapar la convulsión que estaba produciendo la visita de la CIDH, o al menos sembrar confusión.
Un intento que, por cierto, fracasaría: la intervención de la CIDH sirvió en ese momento como válvula de escape frente a la opresión y el autoritarismo del régimen terrorista. Apenas se estableció la misión y comenzó a hacer su trabajo, el centro porteño se apiñó de familiares que armaron esas colas para presentar hábeas corpus por sus seres queridos que no volvían. Fue un cimbronazo, para un gobierno ilegal que desde el primer día trabajó para romper los lazos de la sociedad. Hundida en su desesperación, la Junta Militar se lanzó a desprestigiar la misión, con una campaña muy recordada por su famoso slogan, “los argentinos somos derechos y humanos”. El gobierno de facto desembolsó algo más de 16 mil dólares, a cambio de 250 mil calcomanías que fueron repartidas en las vísperas de la llegada de la Comisión.
El informe final sería dado a conocer unos siete meses después, más precisamente el día 18 de abril de 1980. Aquí, en nuestro país, habría apenas una mención en algunos medios, acompañada por una refutación elaborada convenientemente por el propio régimen genocida. Lo cierto es que la conclusión del informe fue tajante y no dejó lugar a dudas: “Por acción u omisión de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe (1975 a 1979) numerosas y graves violaciones de fundamentales derechos humanos reconocidos en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre”.
Se demostró que las violaciones registradas habían afectado el derecho a la libertad personal, a la seguridad e integridad personal, a la Justicia y a la vida. En síntesis, el Estado cometió crímenes que atentaron contra la humanidad de las personas. Luego, el informe labró una lista de recomendaciones para el gobierno de facto argentino: investigar las muertes imputadas a agentes públicos, las denuncias de torturas y apremios ilegales, enjuiciar a los responsables, informar sobre la situación de las personas que continuaban desaparecidas, crear un registro de detenidos para evitar nuevos casos de desapariciones forzosas, considerar la derogación del estado de sitio vigente.
Desde luego, nada de esto se hizo. Pero la visita de la CIDH fue importante de todas maneras, porque permitió en plena dictadura desenmascarar los crímenes de lesa humanidad que se habían cometido y dio legitimidad al reclamo que ya venían encarnando las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, organizaciones nacidas del pueblo, producto de su dolor, que el poder buscaba difamar a través de diversas campañas mediáticas, tildándolas de “locas”. El consenso pro-dictadura comenzaba a agrietarse, aunque la Guerra de las Malvinas estiraría un poco más la agonía.
Marcar el punto de partida del proceso genocida es claro y sencillo, pero trazar un mapa de su culminación tiene otras complejidades, porque las herencias que ha dejado el Estado terrorista son múltiples y no hay plazos ni tiempos resueltos que permitan abordarlas íntegramente. Con esa misma lógica, hoy un acto eleccionario no nos garantiza la instauración plena de la democracia. Persiste una herencia de aquellos tiempos que nos perjudica notablemente y que, sin embargo, no es discutida con la intensidad que ameritaría: es la socioeconómica. Durante el proceso dictatorial, entre picanas y bloques de cemento en los pies, operó una brutal transferencia de dinero del trabajo al capital. Se produjo, por un lado, una fragmentación de los sectores populares -ruptura de lazos de solidaridad-, y por el otro, un abroquelamiento de los sectores de poder. Era el comienzo del fin de la sociedad salarial.
Acá, en la orilla del 2021, el trabajo escasea como nunca y se pone en debate la posibilidad de un ingreso universal. Nos seguimos debiendo como pueblo un debate potente sobre el modelo económico que nos rige. La matriz financiera que impuso a punta de pistola Martínez de Hoz prescinde de una buena parte de la sociedad, y la dura realidad es que hoy tenemos media Argentina pobre. ¿Entonces qué? ¿Es ese el único camino posible para andar? ¿O será que entre pueblo y fuerzas políticas podremos torcer la caminata y dejar en el suelo nuestra propia huella?
Un comentario
Excelente reflexión que aumenta la tristeza de una historia no superada! Al juicio a las juntas, hito en la historia de las dictaduras genocidas, militares civiles y hemos sacarnos el miedo profundo, cómplice inconsciente de todo asesinato…