Podríamos empezar por el final, con las últimas palabras que salieron de la boca de Leila antes de apagar el grabador: “Acá ves tus sueños, pero sobre todo ves que se pueden concretar, y también ves la transformación que se va haciendo en el camino. Acá nos posicionamos como sujetos políticos. Eso es lo mejor que tenemos porque te das cuenta que podemos transformar la realidad colectivamente”.
Bueno, sí, muy linda la frase, pero mejor rebobinemos la cinta, porque así no se entiende nada. ¿Qué “acá” es ese? ¿De qué está hablando la entrevistada?
Para qué me hago el canchero, ¡si es obvio que hay que arrancar por el principio! Leila Cruz es una de las 14 integrantes de la primera camada de maestras egresadas del Pueblos de América, el profesorado de educación primaria que se deseó en la Villa 21-24, que se gestó en la Villa 21-24, que crece alocadamente en la Villa 21-24 y que a fines de 2022 desprendió sus primeros frutos: un puñado de maestras villeras que alcanzaron su punto de madurez en las aulas del Pueblos y que ya están laburando en distintas escuelas de la ciudad, muchas acá, por Barracas, pero también en geografías más lejanas -y diversas-.
Leila tomó un quinto grado muy estigmatizado de una escuela del barrio. Chicos que eran mirados de reojo incluso por el cuerpo docente. Maestras que tiraban la toalla muy pronto, incapaces de acertar la combinación de ese cerrojo. A la primera que podían, pedían el traslado. Leila no. Ella, ni bien supo lo que estaba pasando en esa escuela, con ese grado, se lo tomó personal, y ahí fue, decidida a revertir una situación que sabía injusta. Cuenta que enseguida se vio reflejada en ese grupo de chicos y chicas atravesado por un montón de dificultades que ella conocía de memoria, porque creció en las mismas calles.
Antes de pisar la escuela por primera vez, ella ya sabía todo: sabía que los pibes se le iban a amotinar ni bien entrara al aula; sabía que ellos estaban acostumbrados a mandar en ese territorio y sabía que eso era producto de un sistema educativo que no tiene herramientas para enfrentar ciertas situaciones; sabía que generar autoridad no tiene nada que ver con ver quién grita más fuerte; sabía que, si lograba que bajen la guardia, aflorarían el amor y la comprensión; sabía que sería inútil pretender enseñarles algo sin construir primero ese vínculo de confianza; sabía que había mucho que reparar, pero que, si lo conseguían, entonces el camino de la enseñanza sería maravilloso. Sabía todo, por dos cosas: porque se crió en la Villa 21-24 y ahí se hizo la mujer que es hoy, y porque se formó como maestra en el Pueblos de América, el único profesorado que convence a todo el mundo de que es posible transformar la realidad.
Leila entró al salón de quinto y los pibitos la recibieron con una frase armada que seguramente ya les había funcionado antes: “Seño, ¡mirá que nosotros somos los peores, eh!”, le advirtieron. Ella se paró en el medio del aula, los miró a los ojos y les contestó: “Ay, pero yo no creo eso. ¡Mirá las caras de angelitos que tienen todos!”. Así de fácil, con tan poco, esta maestra del barrio ya había empezado su trabajo de demolición. El objetivo lo tenía claro: lo que había que tirar abajo no era la autoestima de sus estudiantes, todo lo contrario, lo que había que tirar abajo era esa pared de prejuicios y temores infundados que se había colocado entre ellos y el resto del mundo.
Y el trabajo siguió: la demolición llevaría tiempo, pero entre tanto ya habían empezado nuevas obras de construcción. Leila recuerda una vez que los pibes se estaban portando fatal, porque era parte del desafío que le tenían preparado a la nueva seño. En un momento, cometen el error de preguntarle si tenía ganas de llorar. “Pero, chicos, yo no lloro ni por mi hijo, ¿se creen que voy a llorar por ustedes?”, fue su respuesta. Así, con picardía, con personalidad, fue consiguiendo los primeros pasos. Pero, no todo era desarmar el discurso de los chicos cuando se ponían desafiantes. A la vez, cultivaba con ellos una relación de complicidad. El primer día de clases, aparte de decirles que parecían angelitos, Leila les dijo un par de cosas más: primero, que ella era su maestra, pero que también iba a aprender de ellos; y segundo, que ella siempre, siempre, los iba a defender. “Confíen en mí, si tienen algún problema, si hay algo que quieren charlar. Yo siempre les voy a creer a ustedes. La seño los va a cuidar”.
El último 12 de diciembre cayó un lunes. Serían las seis de la tarde y unos nubarrones oscurecieron el cielo del barrio, pero al final se fueron a hacer lluvia a otra parte. Había llegado la hora. En la manzana 23 empezaba un acto de colación que tenía a la villa movilizada. Leila dice que es la primera profesional de la familia y que ahí hay un derecho reparado. La suya y 14 historias más, subiéndose al escenario para recibir diploma y medalla. Niños con ramos de flores, celebrando que sus mamás ahora son también las maestras del barrio.
Al lado de Leila, durante toda la entrevista, estuvo Estanislao, estudiante de tercer año y también militante del Pueblos. Se ríe, porque cuenta que ese día todos lo felicitaban creyendo que también se recibía. Pero, después dice que en realidad estuvo bien así, porque lo que se estaba celebrando era el logro colectivo, lo trascendente que estaba pasando en el barrio: “Dejamos el alma por nuestras compañeras y ese día un poco sentimos que nos recibimos todos, que se recibió el profesorado”. Y sí, el Pueblos dio sus frutos y las maestras que formó ya están transformando la realidad en las escuelas del barrio.
El otro día Leila acompañó a su hijo a jugar a la pelota, y en la canchita de al lado estaba jugando uno de sus alumnitos nuevos. Tienen casi la misma edad. En un momento, el nene hace un gol y la señaló a la seño para dedicárselo. Ella ya ganó, y eso que esto recién empieza.