Dice que, desde que su rostro está en todas partes, ella no está pudiendo dormir, igual que la primera noche que pasaron juntos, cuando Santiago no la había dejado dormir de tanto que se movía en la cama. Se habían conocido en las afueritas de un mercado. Chocaron sin querer y ella creyó que era un hombre grande, porque Santiago llevaba puesta su capucha y no se dejaba ver bien. De regreso, él andaba lento porque iba juntando leña por el camino, y ella lo alcanzó sin proponérselo, le ofreció ayuda y un trago del vino que había abierto. Santiago rechazó el vino pero le aceptó la ayuda, y la invitó a pasar a su casa. Antes de salir, había dejado en remojo unos porotos, y alcanzaba para los dos: “Y me quedé -relata su compañera-. Entré a tu casa, entré a tu vida -le habla a Santiago, como si lo estuviera mirando a los ojos-. A cucharear tantos guisos, guisos veganos, sin sal, pero con mucho merkén. Como el que te traje de Ancud para reemplazar ese horrendo que habías comprado en Ladrónima”.
Ella explica que esa vez, cuando se topó con Santiago de casualidad a la salida del mercado, no era una vez cualquiera. Se sentía seca. Estaba sumergida en aguas turbias y no lograba salir a flote. Hay aguas que secan y fuegos que te consumen. Y esa tarde, ella había escapado de su casa pidiendo, como nunca, dos cosas: amor y vino. Y Santiago no entendía nada, porque un día le decía que iba a pasar por la casa y no pasaba, y al otro día le caía sin avisar, sonriéndole como si nada. “Creía haber sanado ese abuso, pero la verdad era estar contigo, abrazarte, dejarme endulzar con tu mirada verdeclara, tu voz baja y tu cuidarme con tinturas madres hechas con tus propias manos. Encontrar a un hombre tan bello, tan deconstruido, tan paciente y comprensivo como tú, fue sanación. Dejar de pensar tan destructivamente al otro, como un posible macho, como el victimario de la eterna víctima que era”.
Cuando al fin se lo contó, Santiago la abrazó entera, y ella lo abraza entero a él mientras lee estas palabras que le escribió desde el alma, “y quisiera que todas te abrazáramos, porque, como tú, hacen falta tantos”. En ese tiempo que se acompañaron, Santiago flasheaba con el tarot, con la astrología celta, la maya, incluso con la quirumancia. “¡Puta que flachábamos!”, dice ella, con su dulce acento chileno, y recuerda haberle leído la palma de la mano y encontrar que había mucho riesgo en el monte interno de marte: “¿Qué cosas no te habían pasado en la vida? Leonino viajero, leonino solitario, ermitaño, querido ermitaño. Y ahora que te horizontalizaste, ahora que estás en todos lados, ¿te sentís todavía solo? ¿Abraza la soledad tanto como antes? ¿Quiénes somos entonces todas estas personas que, creyendo hablar por vos, pedimos justicia?”.
Otro poema, anónimo para mí mientras escribo esta nota, reclama que el nombre de Santiago sepa a justicia y que su corazón lata por siempre en esas tierras, entre esos nadies, “para siempre hermanos, por los que diste el cuero”. Mientras tanto, la compañera chilena dice que ellos, los que creían haberlo hecho desaparecer, no lo tienen y nunca lo tendrán. Propone que, de aquí en más, tenemos que empoderarnos de otra forma: que mientras sigan mintiendo y tergiversando información en sus discursos y entrevistas, mientras sigan creyendo tener el poder, nosotros debemos preocuparnos por hacerles entender que en realidad no mataron a nadie, que lo que hicieron fue una siembra tremenda, “la primera siembra de esta primavera preciosa que se avecina, una siembra cuyo alimento será la tormenta que somos todes nosotres”.
Ella hablaba del viaje bonito que era volver de la casa de Santiago hasta la suya, por el costado del río, con el río haciéndole compañía a su sonrisa asustada y bamboleante. Ella tiene el mejor testimonio de amor sobre Santiago, como una carta en una botella que trajo el mar y entonces todos pudimos leer, para saber más profundamente quién fue este chico que apenas alcanzó sus 28 años. Apenas, apenitas, porque una semana más tarde se lo llevaban para siempre unos lobos vestidos de verde, tan soberbios y despiadados. Y el último párrafo de esta bella carta de amor que le escribió su compañera, no puedo más que transcribirlo como es:
“Cada vez que emprenda un nuevo a dedo, un nuevo viaje, Santiago vivirá. Cada vez que crea en mí misma y me exprese artísticamente desde el alma, Santiago vivirá. Cada vez que cocine y coma vegano y consciente, Santiago vivirá. Cada vez que autogestione mi salud y recurra a la tierra para sanar, y no a las pastillas ni al Estado, Santiago vivirá. Cada vez que empatice con la lucha ancestral mapuche, no tenga miedo y cuide la tierra del pensamiento huinca, Santiago vivirá. Cada vez que mire a mis hermanos de otras especies y pueda hacer algo por ellos, Santiago vivirá. Cada vez que, como mujer, abrace y ame a los hombres, Santiago vivirá. Vivirás y estarás en todas partes, como el rayo que decías que algún día serías”.
Santiago Maldonado fue un joven que decidió hacer de su vida un cuidado natural y un respeto firme y solidario por quienes tenía al lado: un respeto firme que al cabo se transformó en una lucha consciente y empoderada detrás de una causa justa que nunca será saldada. Una lucha desigual que es la piel ajada de esa vieja conquista que es persistente en su daño y que todos llevamos en la sangre. “Yo estoy segurísima -dijo su compañera- que, aún en ese momento final, pudiste mirarlos a la cara, con el alma en pie, y que te convertiste en tu verdad”. Entonces, que su verdad sea la nuestra, que sea la verdad de todes les que no vamos a permitir que tanto dolor nos sea indiferente. Una verdad que no se debate, una verdad que se siente y nos moviliza.