El loco que los acompaña hasta el muelle le cuenta a Ricardo que la mujer lo echó a patadas de la casa y que se quedó muy colgado. Arrastra los pies, hombros caídos, muy flaco en esos pantalones. Ricardo le dice que qué pasó, porque es curioso y quiere saber cómo son las cosas. Cuando se le cruza algo por la cabeza, la tira. No le interesa quedar como un gil. Ni siquiera advierte que con algunas cosas que dice puede quedar como un gil. La estética es lo de menos, él se muestra como es. Y si tiene que preguntar, va y pregunta. El otro señala el baño abandonado, ahí en la costanera de Quilmes, y les dice que ahí pueden ranchar tranquilos, que está todo bien.
Se tira el lance sin decir nada, a ver si liga un hueso, pero los pibes lo fletan enseguida. El único que no entiende lo que está pasando es Ricardo, que les dice que aguanten un poco, que es un buen chabón. Pero el loco ya se tomó el palo. Ahí se está yendo, arrastrando las patas y con las manos en los bolsillos de la campera. Un tipo sin alma, casi un reptil, que lleva y trae y está a la buena de dios.
Se fueron hasta Quilmes porque a Ricardo le pintó que quería probar la merca y Walter les dijo que allá tenía un contacto piola. El Pollo intentó pincharles el globo con la movida esa que estaban armando, pero los otros tres decidieron que querían irse para allá y entonces se sumó. Arrancaron para Constitución y agarraron el Roca al sur.
Ahora que lo pienso, en realidad a Ricardo sí que le importan las apariencias. Sino mirá cómo le habló a Peralta, el vecino de la vuelta que se le había querido meter en banda a la casa y que ahora le alcanzaba los materiales para volver a tapar el buraco en la pared. “No quiero tener que ir a buscarte a vos, loco, ¿eh?”, lo apretó Ricardito, que si tiene las espaldas cubiertas se hace el guapo y sino se come los mocos. “¿Sonó convincente eso?”, quiso cerciorarse con el Pollo cuando Peralta ya se había ido.
Se suben los cuatro al tren, latita de birra en mano, se mandan un par de vagones para el fondo y se acomodan contra una de las puertas. Los vendedores ambulantes no paran un segundo, y si un pasajero tiene que bajarse justo por ahí, aprietan un poco el culo contra la pared y lo dejan hacer sin problema. Las cosas que se dicen durante el viaje, esas conversas al voleo que tienen, me hacen acordar a las entrevistas que hacía Polosecki, en ese ciclo que condujo y que se llamó El otro lado. Igual que Okupas, el de Polo acabaría siendo “programa de culto”, categoría que todos entendemos, pero que no es tan fácil de explicar. Bah, al menos yo no pude, una vez que me preguntaron qué carajo quería decir con eso.
Venían envalentonados con el asunto de la merca y entonces la charla iba sobre eso. Y Ricardo, que es preguntón y aparte ya se empezaba a poner nervioso, trataba de tirarles la lengua a sus amigos. “¿Es buena?”, le pregunta a Walter. “Pero, ¿cuál es el problema? ¿Qué pasa?”, quiere saber más, no le arregla lo que le están diciendo. Sin darse cuenta, sacudido por esa mezcla de temor y de curiosidad que está sintiendo, Ricardo parece un reportero compenetrado con las cosas que le están contando, y el tono de la conversación es muy Polosecki. En una de esas, les pregunta a los pibes si lo tienen a Freud, y ahí nomás les entra a explicar que el loco tomaba. Se agranda, por ese dato que peló, como si hubiera sacado un as de la manga para compartirlo con sus amigos: “El chabón tomaba y mirá las teorías que hizo”.
En un momento lo empiezan a cargosear al Pollo, que ya les había dejado claro que él no iba a hacer ninguna porque estaba tratando de despegarse de toda esa mierda. “¡Mirá el día que hace! ¿Me voy a poner a tomar falopa con este día?”, les responde, mirando para afuera por la ventanilla. El Pollo fue con ellos porque sabe que en un punto los tiene que cuidar. En cualquier grupo de amigos, hay roles: cosas que por ahí no se andan aclarando, pero que todos entienden. Y acá el Pollo es el que se maneja con más temple en la calle mientras que los otros están pispiando más o menos cómo es el asunto, a ver si dan el piné.
Se metieron en el baño roñoso de la costanera y ya no hay tiempo de lamentos para Ricardito. Igual el Pollo lo está mirando de reojo, lo vuelve a mirar, le dice que si se quiere bajar está todo bien, que no hace falta que haga nada que no quiere hacer. Se arma un fueguito. Ricardo no quiere saber nada, pero ya están ahí y ahora no puede quedar como un cagón con sus amigos. Ya fue. Que sea lo que dios quiera.