Primera situación memera que nos proponemos alumbrar en esta columna, y una pregunta que, de tan obvia que es, no podemos demorarla: ¿Será que las situaciones memeras se condicen con las situaciones de la vida real o simplemente es una distorsión humorística para que nos riamos un poco?
En números anteriores de esta misma revista, hemos tratado de arrojar algunas preguntas acerca de la incidencia que está teniendo la cultura meme en la manera que tenemos de tomarnos las cosas. Sin ubicarnos, desde luego, en un atril de analistas que no nos corresponde y sin ánimos de ponernos solemnes o dramáticos con asuntos que no lo ameritan, que ya bastante tenemos para dramatizar en este país.
Pero, dicho esto, nos parece válida la pregunta que aquí volvemos a traer: ¿Es solo humor, o será que hay algo más? Un meme no le va a cambiar la vida a nadie, partamos de esa base. El problema, como tantas veces pasa, es el bombardeo sistemático o la viralización indefinida de ciertos símbolos o códigos de comunicación, que consumimos, y consumimos, y consumimos, quizás sin percibir de qué forma están tallando nuestro carácter. Lo pongo en plural, porque nadie está exento de esto. Ni yo ni nadie.
Un tema recurrente en las memerías, aparentemente una tecla exitosa para la producción cultural en este tiempo que nos toca vivir, tiene que ver con las vacilaciones que produce el ingreso al mundo de la adultez, y el hecho de estar a la altura de las diversas responsabilidades que esto conlleva. Y el otro tópico infalible e inagotable es el de la liquidez en nuestros vínculos y la torpeza a la hora de entablar con otra persona, u otras, un terreno común de amor y de confianza. Ahí lo tienen al gatito, diciéndonos en chiste -pero capaz un poco en serio- que seguramente acabaremos desencantados de cualquier historia que vayamos a construir en un futuro indefinido.
Y la segunda situación memera nos sirve para tratar de tironear un poquito más la punta de este gran ovillo, que es la cultura que nos envuelve hoy y la manera de vivir que tenemos a mano. Claro que no es mucho lo que podemos profundizar en una nota como ésta, pero nos daremos por satisfechos si al menos se quedan pensando un rato en el tema, luego de leerla. ¿Nunca se preguntaron, acaso, sobre qué sociedad tendremos dentro de 10 o 20 años?
Por lo pronto, somos un montón, pero un montón de verdad, los varones y las mujeres que andamos corniseando entre los 30 y los 40 sin haber sido atravesados por la experiencia de tener un hijo. Entonces ahí ya está habiendo una ruptura generacional en relación a la sociedad que tenemos hasta hoy. Motivos debe haber miles, quizás tantos como historias de vida. Muchísimas personas que han decidido un camino apartado de esa idea de familia, y otras muchísimas más que quizá sencillamente no han encontrado con quién compartir ese proyecto común.
Hay una idea que ronda por mi cabeza y me genera temor, y tiene que ver con la soledad que podría llegar a experimentar cuando sea más grande, quizás cuando ya me encuentre en el camino hacia la vejez. Me pasó más de una vez, de ver a un anciano que está cenando solo en algún boliche del barrio, y frente a una situación así tiendo a creer que no debe ser grato para nadie, llegar a una cierta edad y no tener compañía.
Ese meme del abuelo que está conversando con su nieto imaginario, otra vez me hizo pensar en la fragilidad de los vínculos que estamos construyendo hoy, y en la necesidad de ponernos a trabajar en eso, con un nivel mayor de compromiso y sin sacarle el culo a la jeringa, si queremos tener una sociedad más amorosa en serio, y más adulta también: un lugar común donde verdaderamente valga la pena vivir.