Se metieron en un baño roñoso de la costanera de Quilmes y ahí se van a quedar un rato. Están en su ritual y afuera mientras tanto el día se desmorona. Cuando salen, todo cambió, todo es diferente. “Su vida no era más su vida, pero eso estaba okey”, dice una canción de Fito Páez que después a la madrugada las pibas del muelle van a tararear con la guitarra.
Entre un momento y el otro van a pasar un montón de cosas. El grupo de cuatro amigos se va a desmembrar, por momentos se va a volver a reunir. Después otra vez, dos por un lado, dos por el otro. Uno que se persigue y le saca el cuero al que se quedó afuera, el otro que se entra a preocupar porque sabe que a aquel no lo puede dejar tirado. Walter y Ricardo están pila pila y empiezan a ver qué onda la noche de Quilmes. Andan de un lado para el otro pero todavía es un poco temprano. El Pollo se abre y hace la suya como siempre. Se encendió un pucho y se fue a patear un poco por la orilla, manos en los bolsillos de la campera y la mirada clavada en el agua planchada del río. El reflejo de la luna trasluce el hartazgo en el fondo de sus ojos.
Pero no es que el Pollo esté cansado de las actitudes de Ricardo. No pasa por ahí la cosa. Tiene la mirada en el río, pero sus pensamientos viajan más lejos. Su vieja que está postrada en casa, rellenando los días con el empujón de las pastillas. ¿Y qué va a hacer él para sacarla de ese estado, si no puede terminar de armarse su propia vida? La quietud del agua de Quilmes es la parálisis de un tiempo que se esfuma sin un sentido aparente, y al Pollo no le da todo lo mismo. No le da lo mismo que el tiempo se le escurra de las manos así. Lo que pasa es que, por más vueltas que le da, no está pudiendo destrabar esa maraña que tiene en la cabeza. Quisiera estar más lúcido todavía, pero le cuesta encontrarse, y encima viene el boludo de Ricardo a torearlo, montado en su novata sobreexcitación. Y el Pollo por ahora se contiene. Pone la otra mejilla y antes de pudrirse del todo se va a refugiar en las sombras que le regala la noche. Pero la noche es larga y no sabe cuánto tiempo más se lo va a fumar.
El Chiqui por momentos se les adosa a Walter y a Ricardo, pero la posta es que él también sabe lidiar consigo mismo, y no precisa que nadie le haga la segunda para que la cosa tenga sentido. Ahí está: apenas Ricardo le tiró una mala onda, solito recogió el guante y rumbeó para otro lugar. Igual que le pasa al Pollo, se siente cómodo en sus lagunas de contemplación. Son tipos que vienen de distinto palo, pero si hay algo que los hermana es que pasaron mucho tiempo en soledad, y el sentirse solo curte a cualquiera, para bien o para mal. “Pasábamos todo el día tirados en la cama. El tiempo, maldita daga, lamiéndonos los pies”, siguen cantando las pibas del muelle, que ya se armaron un fueguito para calentarse un poco la piel. Ricardo se les acerca y quiere encajar, pero esta noche todo se le hace muy cuesta arriba. No está pudiendo domar una energía que es nueva para él. En realidad no está pudiendo domar ninguno de los estados que lo atraviesan.
La sensación de poder barre bajo la alfombra todo lo que había antes, y la ficción que se armó Ricardo lo tiene subido a las tablas, como protagonista estelar de una obra de teatro sin telón que la termine. El telón no cae y en un momento él ya no quiere actuar más. La luz del día lo despabiló de golpe y ahora se quiere bajar de donde sea que se había subido. Pero el telón no cae porque no hay ningún telón. Y Ricardo se pone mal, cuando se percata de que no hay telón que corte su obra. Ricardo siente que se ahoga y el Pollo, que dos minutos atrás lo había agarrado a las piñas con un pescado, ahora lo tiene que consolar. Le dice que va a estar todo bien, que él está ahí.
La noche de Quilmes se estrelló contra el piso como un cuadro mal colgado, y el día que vino después lo encontró a Ricardo sumido en la misma mierda de siempre. A los demás también, pero Ricardo es el más frágil de los cuatro y el que más necesita que lo salven de algunas cosas. Quiso probarse el traje de diablo y por momentos le calzó bien. Pero el problema es que nadie vive de diablo. Al menos no los pibes como Ricardo, que lo único que quieren es empezar a reconocerse un poco más, porque lo otro es mucho más doloroso.