Ayer a la tarde un amigo nos pasa una nota en nuestro grupito de WhatsApp. Digo “grupito” porque somos tres, me da cosa decirle grupo. Es una crónica de La Voz de Córdoba sobre el último recital de Los Redondos en el Chateau. Parece mentira, pero pasaron 20 años desde ese día. Como si fuera una vida distinta, un mundo que andá a saber. Me descargo una de las imágenes que ilustra la nota, la abro y le meto lupita. Se me pixela hasta el ojete, pero ahí está, arriba y al centro, el trapo que colgamos esa vez.
Tiro la foto en el Paint y marco la ubicación exacta con un círculo rojo. Se las mando al grupito. No se ve un choto pero adjunto otra imagen de la bandera, para que la puedan rastrear en ese mar de píxeles. Hace 20 años, teníamos 18 y estábamos terminando el secundario en un país que se iba a pique. Por supuesto que hay un montón de cosas de ese 4 de agosto que no tengo ni la más pálida idea de cómo fueron. Retener detalles de citas importantes, nunca fue lo mío. No esperen que les hable acá de la lista de temas, ni que les relate el enojo del Indio sobre el escenario cuando le dijo a un chabón que deje de tirarle zapatillas, porque “esto no son Los Violadores”. Bueno, mirá vos, al final algo me acuerdo.
Lo que hago ahora es abrir el Google Maps y viajar imaginariamente hasta la capital cordobesa. Quiero ver cuánto caminamos con Marcos esa vez, desde la terminal de micros hasta la cancha. El buscador me tira que bordeando el río son unas 110 cuadras. Calculo que habremos hecho exactamente eso. No logro situarnos en tiempo y lugar, pero siento que bordear un río es algo que hubiésemos querido hacer. Sí recuerdo el predio inmenso que rodeaba al estadio, y que los controles del recital te obligaban a hacer un rodeo muchísimo más grande que el habitual, hasta llegar al acceso. Habíamos ido un par de veces a ver a Los Redondos y sabíamos que no era lo mismo que ir a ver a otras bandas. Éramos pendejos, pero conocíamos el paño y nos movíamos bien, y nunca nos metíamos en quilombos porque no queríamos correr ningún riesgo de quedarnos en las puertas del asunto. Éramos pendejos, pero no éramos giles.
No me acuerdo a qué hora arrancó el recital, pero fue temprano porque todavía no había caído la noche cuando salió la banda a tocar. Y era agosto. Pero, sí me acuerdo de otra cosa, que ya en ese momento nos llamaba la atención: nosotros habíamos sacado platea, que salía unos mangos más que si sacabas campo. Sacamos platea porque el verano anterior habíamos pintado la bandera en la terraza de Marcos y sabíamos que a la primera que tocaran la íbamos a llevar. Y los trapos siempre lucen mejor en las plateas. Y ni hablar esa vez en lo alto del Chateau Carreras.
Pero la cosa es que, apenas pusimos un pie en las gradas, lo primero que vimos fueron los dos puentes de madera uniendo la ceremonia por ambos márgenes de la tribuna, derritiendo lo que éramos y burlando el poder de esa entrada que habíamos adquirido. No es asunto de los recitales del Indio, esta decisión política de ablandar los controles para que todos fuéramos parte de la misma fiesta. Ya en esa época, la banda de la Negra Poli tenía bien claro cómo eran las cosas y nos bajaba línea a los pibes sin decirnos nada. Hechos, no palabras. Y eso sí que me lo acuerdo: nosotros dos entrando a la cancha y mirándonos incrédulos, cuando vimos que nuestro espacio vital estaba desalambrado. Pero ojo, porque seríamos inocentes pero nunca fuimos garcas: apenas nos percatamos de cómo era la movida, bajamos al campo y nos quedamos un buen rato ahí, recorriendo el predio y ranchando en todos sus rincones. Qué lindo, hermano, haber tenido una banda así para nuestras vidas, que primero te hacía pensar a través de las canciones, y que después te seguía construyendo como persona con cada postura política que asumía.
Entramos temprano y clavamos nuestro trapo ahí, en el medio de la platea. Éramos dos pibes solos, pero nadie nos mandó a correr, porque en nuestras fiestas nunca reinó la mezquindad y porque además había espacio para todos y todas. Y ahí estuvo nuestra bandera, en el corazón de la noche, firme durante el último recital de la banda de nuestras vidas. Me acuerdo patente, de esto sí, que la empezamos a descolgar mientras sonaban los últimos acordes de Ji ji ji, creyendo que la cosa ya estaba cocinada y preparándonos los bártulos para salir. Cuando Los Redondos volvieron a escena para tocar Un ángel para tu soledad, saliéndose de libreto y tendiendo la mesa para el final perfecto, dejamos el trapo hecho un bollo debajo nuestro y nos colgamos en uno de los caños que había ahí en la platea. No pretenderán que me olvide también de ese momento, ¿no? Así despedimos, mi amigo y yo, a la banda de rock que iluminó nuestra caminata, y que la va a seguir alumbrando.
Me acuerdo de algo y me río de nosotros mismos: cuando fuimos a la terminal de Liniers, para sacar los boletos del bondi, pudimos haber sacado la vuelta para la una de la mañana, pero nos dijimos que no, que mejor a las seis, por si pintaba alguna joda. Juro que lo pienso y me río. Es evidente lo que pasó: volvimos pateando las mismas 110 cuadras que habíamos hecho al mediodía, paramos a picar algo en algún boliche de por ahí, y cuando llegamos a la terminal de bondis estábamos para tirar a la basura. Todo bien con que teníamos 18, pero el día había sido infernal y era cantado que no nos iba a dar la nafta para hacer ninguna cosa más. Pero no termina acá nuestra escena tragicómica. Mejor meto un punto y aparte porque lo que viene es muy bueno.
La cosa es que todavía no teníamos celular. Medio que celulares ya empezaba a haber, pero no era común todavía que un pibe de nuestra edad anduviera con uno en el bolsillo. Y entonces lo que nos pasó fue que habremos llegado a la estación a eso de las 2 de la mañana, y teníamos que quedarnos despiertos hasta las 6 si no queríamos perder el colectivo. Lo única cosa útil que traíamos en la mochila, para un momento así, era un mazo de cartas, y lo usamos. Armamos tandas de media hora de sueño mientras el otro jugaba al solitario en el suelo de la terminal. Teníamos enfrente nuestro el reloj redondo del salón y sus agujas parecía que estaban en huelga. Siempre que veo La persistencia de la memoria, esa célebre pintura de Dalí, no me agarra ningún mambo existencial, sino que me remite indefectiblemente a los solitarios que nos echamos con Marcos esa noche en la parada cordobesa, mientras el otro se moría por un rato.
Otra vida. Un mundo que andá a saber. Nosotros estuvimos ahí y ahora me puedo dar este lujo de tirar la caña al río para hacer un poco de memoria y compartir acá estos recuerdos que voy pescando. Parece mentira que hayan pasado 20 años, pero no importa lo que parezca, porque esa es la realidad.
El que no se hayan reunido, por cierto, es otra muestra de la solidez política y humana de estos tipos -y de esta mina- que formaron la banda, allá lejos en el tiempo. Hace poco le escuché decir a Skay: “Haber tomado cada uno su propio camino es lo mejor que nos pudo haber pasado. Hicimos cosas maravillosas juntos, y si pudimos ser algo importante fue porque estuvimos conectados, vivos y participando de la misma mística”. Bueno, no sé a ustedes, pero a mí me alcanza y me sobra.
En el sepulcro de Patricio Rey, la lápida es contundente: “Ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos”. De ahí, amigos, no hay razón para volver.
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Tic tac efímero
Luces efímeras
-Pero te creo-
Un comentario
Aguanten los redondos, carajo!!! Maestros de varias generaciones!!! Brindo por la banda con Juli y con Jorge!!!!