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marzo 30, 2020
El pico de rating de Saavedra
El barrio cambia de forma todos los días. Sin embargo, algo raro pasa con Saavedra, porque de alguna manera parece inalterable.
Mucha gente mayor en esas cuadras y mucho oficio de toda la vida. Cada uno de esos personajes que desfilan frente a las cámaras, charlando con Polo, tenía un rol bien definido en el marco de la geografía barrial. Y a algunos se les escapa el acento italiano, porque esa gente mayor de los noventa no eran los hijos de los inmigrantes.
El pico de rating de Saavedra

Ángel improvisa una tarantela en la verdulería pero lo traiciona la memoria. Su mujer dice que está comiendo mucho últimamente, pero explica que es porque de chico pasó hambre. Pichi recuerda un baile que se armó en la calle cuando eran jóvenes, para recaudar fondos para el equipo de fútbol del barrio. Teresa decidió separarse pero anda triste porque ya lo empezó a extrañar: juró por su padre que esta vez no lo llamaría. José, el carnicero, dice que no hay que llevarle el apunte a Angelito, porque es un personaje y cada tanto se agarra algún enojo. Enfrente del parque, hay una casa que tiene un gomero adentro: está levantando el piso pero el flaco no lo quiere sacar, porque lo plantó el viejo y él quiere que esté todo como el viejo quiso.

Corría el año ‘95 y en las calles de Saavedra hubo una pequeña convulsión, cuando Polosecki decidió sacar las cámaras a la calle y hacer un programa del ciclo El Visitante con sus vecinos del barrio, esa gente que veía todos los días cuando no estaba laburando. Por esa vez, el trabajo y su vida cotidiana fueron una sola cosa, y el resultado de eso es un capítulo doble que les recomiendo no dejar de mirar.

Dos veces tuve que verlo, para descubrir algunos rincones del barrio: una fue suficiente para detectar el taller mecánico de Conde y Correa, pero tampoco es que había que ser Sherlock Holmes para darse cuenta: sus paredes siguen pintadas exactamente igual que hace 24 años, con un amarillo patito que se ve de lejos. La segunda vez que lo vi, reconocí la cuadra de las casas grandes, la de Conde entre Correa y Ramallo: ahí estaban cuando el Pichi contaba la anécdota del baile que se había armado; Polo lo escuchaba apoyado contra la pared de una casa de granito que todavía resiste, ahí, de cuerpo presente. En otro momento, una señora se detiene a hablarle de golpe. Lo reconocía pero no podía acordarse de dónde. Al final se dá cuenta: “Vos no serás Polo”, le dice, y enseguida se tienta y se tapa la boca. Todo eso sucede frente a una casa de ladrillo, que se la ve muy bonita en la filmación, y que hoy está un poco más envejecida, a mitad de cuadra de Correa, entre Conde y Freire.

El de Saavedra fue el anteúltimo programa del ciclo El Visitante; el último sería filmado íntegramente en el Delta, donde Polo pasaría el último tramo de su vida. A los 32 años, se arrojó a las vías del tren, de noche, cerca de la estación de Santos Lugares. Se había hecho un renombre conduciendo El otro lado, programa que fue emitido por la pantalla de ATC, a principios de los noventa y con la venia de Gerardo Sofovich. El formato documental que proponía se fundía con criterios estéticos que eran propios del cine y que atravesaban el guión, la musicalización y los planos de las entrevistas. Fabián Polosecki brillaba casi en silencio, escoltando a sus entrevistados e interesándose con sus historias. Él iba confiado detrás los demás, con las manos en los bolsillos, en la caminata serena de esas conversaciones. Y cada programa era un mundo: el mundo portuario, el mundo de los maquinistas ferroviarios, el mundo del matadero de Liniers, el mundo espiritista y el de las amas de casa. Cada entrega de El otro lado era un despertar, o tal vez un oscurecimiento.

El Visitante no tuvo ejes temáticos fuertes, su concepción era más difusa, pero el espíritu barrial fue claramente el hilo invisible que atravesó las dos entregas de Saavedra. Mucha gente mayor en esas cuadras y mucho oficio de toda la vida. Cada uno de esos personajes que desfilan frente a las cámaras, charlando con Polo, tenía un rol bien definido en el marco de la geografía barrial. Y a algunos se les escapa el acento italiano, porque esa gente mayor de los noventa no eran los hijos de los inmigrantes: ellos mismos habían hecho el viaje en barco, algunas décadas atrás. Viéndolo hoy, esas voces y esos gestos están cargados de ternura, porque uno a veces tiene la impresión de que las oleadas migratorias europeas sucedieron hace siglos, cuando en verdad no es tanto el tiempo que pasó.

En 2006, el fotógrafo argentino Gustavo Germano publicó una muestra llamada Ausencias, que a lo largo de los años subsiguientes fue recogiendo una gran valoración. El trabajo consistía en contrastar dos fotos: una foto familiar, previa a la dictadura del ‘76, y otra tomada por él mismo, que proyectaba la ranura de tiempo que se había abierto desde la primera imagen, y que mostraba, sobre todo, la ausencia de ese familiar o amigo que había desaparecido, víctima de la crueldad estatal. “Mostrar la ausencia”: un oxímoron, algo que parecía imposible y que este fotógrafo, sin embargo, pudo colocar en un plano palpable, con una contundencia carnal.

Si aplicásemos, en un juego de nuestra imaginación, el método de las Ausencias de Germano sobre el capítulo de El Visitante, tendríamos un rodaje prácticamente vacío, porque ni siquiera Polo está. Sería un plano continuo de las calles tranquilas de Saavedra, éstas que hoy nos toca habitar a nosotros. La imagen nos llevaría de paseo por el parque, donde se lo vio jugando con un perro al atardecer, pero ya sin Polo ni el perro, apenas con el paisaje que forman esos árboles que bien saben perdurar. Ya no están los comercios ni las personas que los atendían. Aunque alguna que otra puede ser que sí: quizá Tere todavía ande por aquí, en algún rincón del barrio, porque se la ve bastante joven ahí, en el video, mientras le cuenta a Fabián que se muerde las manos antes de faltar a la promesa que hizo en nombre de su padre: lo extraña horrores a ese hombre, pero no lo va a llamar por nada en el mundo.

Un barrio fantasma que, sin embargo, no difiere tanto del paisaje que me encuentro los domingos a la mañana, cuando salgo a caminar con mi perro por esas mismas cuadras donde estuvo Polo charlando con sus vecinos aquella vez, en esos climas de intimidad que solo él era capaz de generar y que lo hacen dudar a uno de que hubiera habido realmente un camarógrafo, un tiracables y un productor, detrás de las escenas que se rodaban.

Todavía hay una esquina que no acabé de distinguir, aunque estoy casi seguro que es el cruce de Conde y Ruiz Huidobro, por la cantidad de locales que había: la carnicería de José, la heladería, la verdulería de Ángel, el taller mecánico unos metros más allá. El barrio cambia de forma todos los días. Sin embargo, algo raro pasa con Saavedra, porque de alguna manera parece inalterable. Por ahí debe andar la Tere. Quien te dice que su enamorado al final la haya vuelto a llamar. Quizá me los encuentre un domingo a la mañana, caminando por la calle, tomados de la mano, rodeados ellos y yo de todos los que no están.

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