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octubre 18, 2022
Mar revuelto
Lo que lo convierte en objeto de controversia no es el tamaño de las islas en cuestión, sino su valor estratégico en términos geopolíticos.
En 1978, plena dictadura, una guerra que hermanara a la Nación contra un enemigo común era una empresa tentadora. Misma lógica se aplicaría cuatro años más tarde, cuando se mandó a luchar a un ejército poco experimentado contra una potencia mundial, en la dolorosa Guerra de Malvinas.
Mar revuelto

En esta entrega de #HistoriaFresca nos metemos con un episodio que probablemente no teníamos tan presente, hasta que volvió a ocupar la portada de los diarios y a estar en agenda de los principales medios, algunas semanas atrás. Un conflicto de larga data, aunque la efeméride se aboca a su contracara: el apretón de manos. Terminemos con la incógnita y metámonos de lleno en aquel 18 de octubre de 1984, fecha en que Argentina y Chile sellaron el acuerdo que puso fin a la disputa geopolítica por el Canal de Beagle. Disputa que Piñera parece querer reavivar, con miras electoralistas.

Primero que nada, ubiquémonos espacialmente: el Canal de Beagle es una zona de aproximadamente unos 200 kilómetros de largo, con la particularidad -y el enorme valor- de que une los océanos Atlántico y Pacífico, al sur de la isla grande de Tierra del Fuego y al norte del cabo de Hornos. Las controversias por este espacio entre Chile y Argentina las podemos rastrear ya en el siglo XIX, pleno proceso de conformación de ambos países como Estados-nación. Si nos ponemos precisos, lo que estaba en juego era la soberanía sobre las islas de Lennox, Picton y Nueva, teniendo en cuenta la relevancia económica de sus aguas y fondos marinos, y sin perder de vista la proyección continental hacia la Antártida. Lo que las convertía en objeto de controversia no era tanto su tamaño, sino el valor estratégico que tenían en términos geopolíticos.

Si tenemos que señalar el punto más álgido del conflicto, sin dudas se remonta al año 1978, y más precisamente al 22 de diciembre. Ese día, la Junta Militar argentina ordenó la “Operación Soberanía”, que implicaba la invasión de las islas, y el enfrentamiento bélico entre la Escuadra de Chile y la Flota de Mar argentina parecía inminente. Finalmente, el gobierno de facto de nuestro país aceptó la mediación del Papa Juan Pablo II y, a partir de eso, se logró frenar una invasión argentina a territorio chileno cuyas consecuencias pudieron haber sido calamitosas. 

Ahora, situémonos en el tiempo: en ambas orillas de la Cordillera de los Andes, el poder estaba en manos de dictaduras sanguinarias. Embarcarse en un conflicto bélico parecía un plan bastante conveniente para todos, en el sentido de descomprimir las tensiones internas propias de regímenes autoritarios y represivos. Ya hemos visto cómo las Madres de Plaza de Mayo comenzaban a organizarse y adquirían visibilidad, en ese 1978, y cómo el consenso social en torno de la dictadura de a poco empezaba a resquebrajarse. Imagínense que, en un contexto así, una guerra que hermanara a la Nación contra un enemigo común era una empresa tentadora. Misma lógica se aplicaría cuatro años más tarde, cuando se mandó a luchar a un ejército poco experimentado contra una potencia mundial, en la dolorosa Guerra de Malvinas. Sobre el proceso genocida de Pinochet podríamos escribir 10 tomos, pero mejor dejarlo para una ocasión más propicia.

De esta herencia y otras tantas, debió hacerse cargo el nuevo gobierno democrático de Raúl Alfonsín. El diálogo pudo ser restablecido y así llegamos al 18 de octubre de 1984, fecha en que los jefes de las delegaciones de Chile -coronel Ernesto Videla- y de Argentina -embajador Marcelo Delpech- se encontraron en la Ciudad del Vaticano y en presencia del secretario de Estado del Papa Juan Pablo II firmaron el acta de consolidación del texto de acuerdo de los Gobiernos de ambos países acerca del conflicto sobre el Canal de Beagle. Terminaban, así, casi seis años de tensiones y disputas. El texto, que constaba de 19 artículos y dos protocolos finales, debió ser refrendado por el Parlamento argentino y el Gobierno militar chileno. Todos esos pasos se cumplieron y el 25 de noviembre, a poco más de un mes del cónclave en el Vaticano, el pueblo argentino le dio el visto bueno al tratado, a través de una consulta popular “no vinculante” que lo avalaría con el 82% de los votos. Días después, sería nuevamente ratificado con la firma del Tratado de Paz y Amistad, también en el Vaticano, con la presencia del canciller argentino Dante Caputo y de su par chileno, Jaime del Valle.

Pero la historia, lamentablemente, no termina acá. Recientemente se desató un nuevo conflicto limítrofe entre ambos países, a raíz de que Chile publicara una actualización de su carta náutica, extendiendo arbitrariamente sus límites marítimos hasta una zona que Argentina registra como parte de su plataforma, y adjudicándose una extensa área de fondos marinos y oceánicos, comprendida en el Patrimonio Común de la Humanidad de conformidad con la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Nuestro país sostiene que Chile está proyectando la plataforma continental al Este del meridiano 67º 16´ 0, y que eso transgrede el Tratado de Paz y Amistad firmado de común acuerdo. 

El conflicto vuelve emerger y una pregunta flota en el aire: ¿cuánto de la crisis interna del gobierno de Piñera se esconde detrás de este nuevo reclamo nacionalista? ¿Será otra vez el viejo recurso chauvinista de buscar un chivo expiatorio exterior? Recordemos que el país trasandino avanza a paso firme con su Convención Constituyente, dispuestos a quitarse de encima la mochila pinochetista. Por aquí, mientras tanto, se ejerce la soberanía del espacio que nos corresponde, con la memoria clavada en nuestras Islas Malvinas.

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