diciembre 12, 2022
Acobardada
Hoy ya no anda sola por San Telmo. Esos eran los tiros que se pegaba cuando estaba desesperada. Daniela tiene resaca pero todas las mañanas se toma el colectivo para ir al trabajo, y debe maquillarse bien, porque la gente cree que es una persona normal.
Ahí, en el tango, viven sus abuelos. Se recuerda a sí misma tirada en el piso, jugueteando, y le parece ver las alpargatas acercándose al tocadiscos.

Acobardada, Daniela se miró en un tango como en una laguna. Su reflejo le dio vergüenza, y no sostenía la mirada ni con ella misma. Lloraba sin lágrimas, miserablemente. Eso que tenía, dice, era una pena negra. Tendría poco más de veinte.

Salía sola. Se descuidaba en los callejones de San Telmo y acababa en algún sitio que no entrase en su cabeza. Otra vez sola, en una mesa, bebía los tangos que le servían. Sorbos vagabundos. Ella se dejaba corromper y se embriagaba despacio, que para eso iba. Los días se le amontonaban sin un sentido aparente, y el pulso de alguna urgencia la empezaba a carcomer.

Una vez, una de esas veces, lloró delante de su abuela. No lo pudo evitar. Y ahí algo se le movió.

Un tango la esperaba paciente en los inframundos de San Telmo porque sabía que vendría, luego la cautivaba, le hundía la mano en el hueco de su espalda, manso, y la tentaba con un mundo de fantasías. Ella pedía a gritos una mentira y pronto se desnudó completamente. Se vio, bailando en la milonga. Se entregó furiosa, vengativa. Nacía otra mujer.

Le paraban el carro, le decían que el tango era una perdición. Pero ella ya había bebido demasiado. Tanto había bebido que cuando se frotó los ojos estaba atrapada en una botella, empequeñecida y sumergida hasta la cintura. La habían embaucado. La botella se mecía como cuna, ella miraba a través del vidrio y el paisaje se le nublaba. Mareada, volvía a cerrar los ojos. Se dejaba llevar. Ya no era dueña de sus movimientos.

Dice que la milonga es un desfile de siluetas vacías y esa imagen me recuerda a una comparsa. Me lo concede, asiente con la cabeza. El tango y la murga conservan la huella trágica de Buenos Aires: “Es una ciudad que se revela frente a tipos sensibles. Hay que saber mirar. No le muestra las gomas a cualquiera”. Daniela cruza el umbral de la percepción, se diluye en la milonga y recrea su país de las maravillas. Dice que es como meterse por el espejo, y encontrarse de golpe en un lugar descabellado, con pollerita y perfumada, donde un tipo te cabecea, te abraza y te hace bailar. “Cuando lo bailás, deja de ser triste, pero el tango tiene un patio trasero que es tremendo”.

Ahí, en el tango, viven sus abuelos. Se recuerda a sí misma tirada en el piso, jugueteando, y le parece ver las alpargatas acercándose al tocadiscos. En su bella inocencia, Daniela escuchaba tangos. Hoy, corre el telón de los salones y se transforma en una estrella de ese cielo de brillantina que le contaron de chiquita.

Y una madrugada supo que era de las buenas. La sacó uno que creía inalcanzable, y salió a pasear con él durante cuatro tangos que no van a acabar nunca. Tembló como una hoja, pero se guardó el secreto y apenas dijo “gracias”, como marca el libreto. Estaba aturdida, en el centro del ring. La habían noqueado. Esa vez, probablemente, creyó que esa locura sería para siempre.

Hoy ya no anda sola por San Telmo. Esos eran los tiros que se pegaba cuando estaba desesperada. Daniela tiene resaca pero todas las mañanas se toma el colectivo para ir al trabajo, y debe maquillarse bien, porque la gente cree que es una persona normal. Sale con sus amigos de siempre pero cada vez los entiende menos, y lleva sus zapatos en el bolso. Sabe que en cualquier momento se toma el palo y atraviesa el espejo. 

Del otro lado del cristal, intacta, su mentira preferida. Se pone los escarpines y se convierte en una princesa: con cada giro se arrima a su infancia, y reconquista un poco de su pureza perdida, pero el mismo desplazamiento la pone a tiro de la gloria y hace que se le salgan los colmillos. El tango es un baúl de santos y demonios. “Salir de la milonga es viajar en la carroza de la Cenicienta, y esperar que vuelva a ser una calabaza”, dice Daniela y es una nena de nuevo, con los ojos en las alpargatas del abuelo.

“Los tipos te cabecean desde lejos porque es un quemo que se acerquen a la mesa para sacarte a bailar y volverse rechazados”, se ríe. Sabe como nadie que los códigos de la milonga huelen a un machismo cobarde y berreta. Pedantería del hombre frágil. Tangos desangrándose y tangueros tan mediopelo, incapaces de soportar un no como respuesta. Ella te mira a los ojos, te come con la mirada y dice palabras hermosas. Que la milonga es un desfile de siluetas vacías ya lo había dicho, y ahora habla de un ejército de hombres y mujeres con ojeras, que pueden cruzarse en la calle y no se van a saludar. Apenas se reconocen, como los perros. Códigos de un mundo de fantasía que muchos creen verdad.

Cuando el tango la sedujo, susurrándole mentiras con voz espesa, Daniela lo tomó por los hombros y caminó con él. Se vio con los ojos cerrados y se descubrió espléndida. No fue su perdición. A ella el tango le dio luz.

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