Hay algo de lenguaje bélico en el intento de describir estas historias migrantes, y eso queda reflejado con el correr de este ciclo.
Beatriz y Chang ya nos contaron bastante, sobre sus épocas de adaptación al mundo nuevo y la gente que lo habita. En esos relatos, hay roce, hay suciedad, hay disputa y resistencia. También hay treguas, silencios. Y una palabra que viene despuntando: estrategia. Hoy, en estos nuevos episodios, hablarán los demás, que no viven de primera mano los dolores de la migración, pero los observan desde cerca. Sus palabras, a veces, también son municiones. Natalia, sin ir más lejos, menciona despliegues y repliegues, refiriéndose al esfuerzo que hacen las familias migrantes para poner a salvo algunas de las cosas que trajeron consigo desde sus mundos propios.
Beatriz ya lo había dicho la última vez, cuando intentaba explicarnos que salir a la calle, para ella, era como disponerse a cruzar un campo minado, porque sabía que en cualquier momento podía explotar en su rostro el gesto hiriente o la palabra descarnada de alguien que no había visto jamás y que no volvería a ver. Como si fueran estrellas fugaces oscuras, que en vez de deseos otorgaban maldiciones.
“Buscamos esos espacios de socialización y tenemos tantas ganas como los demás niños de hacer amigos, pero nos vamos dando cuenta de que las puertas se nos cierran, y entonces no te queda otra que hacer como la cebollita y quedarte en el lugar donde te sentís más protegido, con tu familia”. Esas habían sido las palabras de Beatriz. Y ahí, en esa cebollita, en el cobijo del hogar, también está la tutela de lo propio, la conservación de lo que trajeron desde allá. Íntima reproducción de formas y de sonidos que a ellos les hacen bien y no quieren dejar morir. Resistencia vital.
Gabriela Liguori habla de lo importante que sería que esas huellas tan humanas desborden el terreno de lo privado y se tiendan en el mantel de lo que es de todos, a plena luz del día. ¿Qué es lo que esas familias tienen que estar ocultando? ¿Hay acaso algo que temer? Ella propone trabajar desde una lógica de la diversidad, no solo tolerando las diferencias sino poniéndolas en valor, segura de que nos enriqueceríamos como sociedad si eso efectivamente ocurriera.
Y luego viene Gabriel, el docente de quechua y de otras lenguas latinoamericanas no hegemónicas, a hablarnos de los aromas que se sienten cuando se anda por ciertos barrios, como la Villa 21-24 de Barracas o la 1-11-14 del Bajo Flores. “Olor a empanada frita, al chicharrón, a la tortilla de rescoldo, y después uno sale de ahí y de pronto se terminaron, todos esos olores. La villa, de algún modo, ofrece una cierta solución de continuidad con lo que traían de antes”.
Fue importante que Gabriel rescatara esas cosas, porque nos desarmó un poco el relato. Lo desarmó, literalmente: veníamos enhebrando una narración con lenguaje bélico, con la guardia alta, y él nos vino a decir que no hace falta tanto, porque, si prestamos atención, también hay un montón de cosas bellas que mirar y que sentir, en todos estos barrios migrantes que tenemos acá nomás.
“Una solución de continuidad” con esos mundos que se trajeron al hombro y que no hay motivo para dejar ir. Al revés. Qué hermoso pueblo tendríamos, con tantos mundos a cuestas.